Por: Soledad Morillo Belloso
El futuro de Venezuela luce turbio. Por decir lo menos. Cuatro enfermedades nos han penetrado hasta la mismísima médula: 1. La aceptación de la ineptitud gubernamental como un sino inevitable; 2. La anomia con la que damos por sentado que la corrupción inmunda que nos rodea es algo normal; 3. la torpe sumisión ante leyes que serlo no las convierten en justas o mínimamente republicanas; 4. El suponer tan equivocadamente que la democracia implica – cartesianamente – cumplir los mandatos brutales, torpes, ignorantes o errados de quienes se erigen como mayoría circunstancial.
Venezuela está agotada, agobiada, anémica. Tiene la economía hecha pedazos. Y en esta zarzuela de bolsillos rotos, hemos perdido capacidad de empatía. Aquí ya cada cual se ocupa de lo suyo, lo cual se traduce en destrucción de los hilos que se entretejen para formar una sociedad. No somos ciudadanos, sino meros habitantes, casi transeúntes. No somos un país o una nación, sino la llana y lisa coincidencia geográfica de un gentío. Y creemos que cantar dos o tres obras magnas, de las cuales medio nos sabemos las letras de caletre, o recitar también de caletre dos o tres versos de poemas de Andrés Eloy Blanco, nos hace honrosos venezolanos. Puro patrioterismo ramplón, barato y, uf, tan insoportablemente cursi. Pura gesta ridícula a costa de algo tan sensato y elemental como vivir y progresar. La señora libertad se encuentra bajo estado de secuestro y mientras eso continúe hablar de República no pasa de ser mención de algo inexistente.
Desde la emancipación de la Corona Española hasta nuestros días -con años que por excepcionales confirman la regla- hemos ido del timbo al tambo, dando tumbos, enterrando ideales, pensamientos y cuerpos en tumbas sin lápidas y creyendo que el remedio de la crisis en curso está en tumbar el gobierno de turno y en hacer nuevas constituciones. Así, de «prometedora nación» no llegamos hoy ni a «paisito». La reflexión se fue de viaje, sin fecha de retorno.
En el desorden, justos pagan por pecadores y pescan en el río revuelto los oportunistas de oficio. Los corruptos se sientan en el poder tan panchos. Convencidos están que pasarán lisos y que su futuro sólo les depara fortuna y tranquilidad. Tienen como sólida aliada a la señora impunidad, esa que se logró a punta de engrasar las ruedas de la injusticia para fabricar todas las coartadas que sean necesarias. Allende las fronteras, a nosotros, los otrora bocones venezolanos, se nos tilda hoy de tontos. Bueno, los vocablos que se usan no son tan refinados, pero no creo necesario escribir las palabrotas. Confío en que quienes me leen saben hacerlo entrelineas. Hay un común denominador: nadie entiende cómo fue posible la destrucción sórdida a la que hemos llegado; nadie comprende la descomposición que exhibimos.
Reconozco que se me han ido acabando los argumentos para explicar a colegas extranjeros la complejidad de los hechos y cómo fue que arribamos a este lamentable y tan doloroso estado de las cosas. Acepto también mi auto diagnóstico: tengo el alma invadida de tristeza de país. Al fin y al cabo, es el único país que he tenido y tengo, donde nací y he vivido casi todos mis años de existencia, donde están mis arraigos y mi historia, donde aprendí casi todo lo que sé. Esto que somos ahora me resulta irreconocible. Nos hemos transformado de proyecto posible en crónica del fracaso. Un espantapájaros se posó sobre nosotros y asusta a la generación mejor preparada que hemos tenido. Cada familia, de cualquier estrato, contabiliza uno o varios de sus queridos jóvenes convertidos en emigrantes.
Y cómo duele decirlo: damos pena, vergüenza y hasta lástima. Somos ahora territorio de consignas vacías, de bandera pisoteada, de robos mil billonarios que dejan su estela de inmundicias ante los ojos atónitos de las gentes de a pie a quienes esta historia, con sus muchos ceros dilapidados y afanados, no les cabe en su ingenuidad de tricolor deshonrado. Nos ha pasado como en el pasado: entramos tarde en el siglo XX y lejos estamos del siglo XXI. Somos repitientes de los errores.
Estamos, sin embargo, en tiempos de salvamento. El problema grave no está en la grave situación que vivimos. Lo verdaderamente grave está en que sigamos del timbo al tambo y que, entre tantos tumbos, acabemos dándonos finalmente por vencidos. La mejor mayoría es aquella que no se rinde.
Como diría mi querido César Miguel, «para variar, Beatles»: «The long and winding road…»
soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
4 respuestas
Extraordinaria reflexión, análisis contundente. Bitácora que todo venezolano debe leer, para saber dónde estamos parados, el diagnóstico y la posología. Brillante, gracias Soledad y César Miguel. MAD.
Excelente artículo Soledad, sintetizas nuestros males! Podremos superarlo?
Soledad: triste realidad descrita de manera cabal y justa. Cuánto dolor produce verla degradada al estado actual cuando pudo haber sido ejemplo para el mundo….
Saldremos algun día del lodazal en que la convirtieron los políticos y nuestra desidia y pasividad cómplice ?
Soledad. Gracias x tan excelente Pluma. Sin embargo, es muy triste q tu reflexión no ste al gusto ni altura d todos y c/u d los habitantes d este amado pero tan ultrajado país. Mientras hay vida hay esperanza! Esto cambiará con el favor del eterno…