Publicado en: El Universal
En ese intenso debate sobre lo que es y no es democracia (siempre liberal entre los modernos), muchos autores han arrimado su aporte para tratar de brindarnos alguna guía útil; un vademécum para desactivar los laberintos discursivos de populistas que, al apellidar “su estilo” de democracia, acaban desfigurando esa noción. Por ello, partir de la base de que existe una democracia mínima es necesario para no perderse. Lo cual es complicado porque, como dice el mismo Sartori, “la democracia es complicada”. Este autor, sin embargo, no se rinde frente a la tarea, y propone un abordaje descriptivo, más que prescriptivo, del sistema que hace posible la macrodemocracia (política). Se trata, pues, de un procedimiento y/o el mecanismo que a) genera una poliarquía abierta cuya competición en el mercado electoral: b) atribuye poder al pueblo, y c) impone específicamente la capacidad de respuesta (responsiveness) de los elegidos frente a los electores.
En ese básico marco de referencia, no sólo la celebración de elecciones periódicas y genuinas, sino el respeto irrestricto a la convicción de que la Soberanía Popular reside en el pueblo-ciudadano y es ejercida a través del voto, forman parte de ese apresto de elementos medulares para el diagnóstico. De modo que aun habiendo otros indicadores importantísimos, las fallas y distorsiones que se registran en este terreno resultan clave para presumir que la enfermedad, el desvío, la degradación del autoritarismo ha cobrado cuerpo. Y que lo que se vende como “democracia”, pudiese estar disfrazando modelos completamente opuestos a esa categoría.
A santo de eso, nunca está de más volver al caso mexicano, la consabida fórmula de la «dictadura perfecta». Por más de 70 años, desde la fundación del PRI en 1929 y hasta el 2000, un gobierno “democrático” sin interrupciones ni contrapesos relevantes resultaba bastante sospechoso. Eso a pesar de la consigna de “no reelección” y la legitimación que una y otra vez obtenía en elecciones en las que también participaba la oposición (incluidos, claro, esos partidos que algunos bautizaban como “paraestatales”). En la práctica, todo indicaba que el Partido Revolucionario Institucional había nacido para perpetuarse en el poder como un partido-Estado, no para ser oposición. Pero distinto a lo que ocurría en autoritarismos cerrados como el cubano, esto era posible gracias a la aplicación de una política consciente y sistemática que instrumentalizaba procedimientos democráticos, limitando el pluralismo, la participación opositora y los mecanismos de selección de sus candidatos para cargos de elección popular. La simulación democrática contaba, claro, no sólo con la alineación sin fisuras de los militantes priistas, sino con el apoyo crucial que en las urnas brindaba el electorado. De modo que, mientras duró esa hegemonía, ese encantamiento y ascendiente que el partido de la Revolución ejercía sobre la sociedad mexicana (una obediencia obtenida de buen grado, clave para dotar a la autoridad de legitimidad), el margen para el reclamo democrático se reducía a espacios y actores sin capacidad de influjo ni trascendencia fáctica.
Precisamente: cuando la crisis económica estalla en 1982 y se extiende como un tumor indócil, el malestar permea hacia cotos internos del PRI. Azuzado además por fantasmas como los de la masacre de Tlatelolco (1968) o la matanza del Jueves de Corpus (1971), el descontento por el bloqueo que entrañaban los comportamientos y métodos de la cúpula para las aspiraciones políticas de otros miembros del partido, hace que en 1986 se produzca una escisión de peso, la fundación de la llamada Corriente Democrática. Este movimiento, en principio, aglutina el ala crítica intra-partido, pero luego se convierte en coalición opositora de fuerzas de izquierda, la del Frente Democrático Nacional (FDN) y el Partido Mexicano Socialista. Las presiones para un cambio de enfoque en cuanto a las políticas económicas del gobierno de Miguel de la Madrid, los reclamos ante mecanismos de imposición unilateral de candidaturas y “gerontocracia sindical”, así como ante la serie de leyes que prácticamente dejaba a los disidentes priistas sin alternativas ni autonomía, hacen que por primera vez la larga e invulnerable hegemonía del PRI estuviese en real riesgo. El apoyo que, en la elección federal del 6 de julio de 1988, el FDN brinda a la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas -hijo de Lázaro, ex priista de dilatada estirpe e impulsor del cisma- por momentos pareció sellar ese giro dramático. Giro que convertiría al país, como prometía Cárdenas, en uno “con democracia, en cuyas decisiones participe el pueblo en su conjunto”.
Recientemente, Cárdenas hacía un interesante recuento de ese hito crítico para la transición mexicana. Un largo y complejo proceso que, en ese instante, era difícil de interpretar, apenas imaginar; sobre todo en atención a lo que ocurrió el día de la elección. Entonces, el sistema electoral “se cayó de caerse, y se calló de callarse”. Paradójicamente, cabe recordar que por primera vez en la historia de México fue posible seguir paso a paso ese escrutinio gracias a la adopción de un novedoso sistema computarizado. Pero a eso de las ocho y media de la noche, cuando el conteo reflejaba mayoría a favor del FDN, el sistema se apagó. Los votos de 25 mil casillas no fueron contados, señala Cárdenas; más de 700 mil votos omitidos frente a un sorpresivo cómputo de última hora (“dijeron ‘agregados’ cuando debieron decir ‘inventados”); una maniobra que años más tarde, en 2009, reconocería el propio Miguel de la Madrid. Como refieren Molinar y Weldon (2014), “cuando la polvareda de la jornada electoral aún no se disipaba, eI PRI realizó su tradicional fiesta de la victoria. El ambiente en las instalaciones del partido oficial pasó de festivo a tenso, pues los organizadores habían venido aplazando la hora del anuncio…” Al final, ante los desconcertados ojos y oídos de una sociedad que luego se movilizaría enérgicamente en las calles contra el veredicto, el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, fue proclamado presidente electo con una “clara, contundente e indiscutible victoria”. Y como tal, asumió y ejerció durante los siguientes seis años.
Una novela de ficción escrita por el profesor y magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral mexicano, Felipe de la Mata, da cuenta de ese desgarro en periodo turbulento pero decisivo para la construcción de la democracia mexicana. “Las Heridas” (2024) es un título lo bastante elocuente como para entrever las significaciones del episodio. Un engaño masivo, la sensación de impotencia frente al atropello del Estado; un trauma que penetraba y disolvía la esfera de lo individual y lo colectivo, abriendo boquetes en los cortijos de la memoria-historia. La democracia posible, la poliarquía abierta que atribuye poder al pueblo e impone capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores; la alternancia con base en la premisa del respeto a la voluntad popular lucía entonces como un ideal borrado. La estación trágica e inusitada, sin embargo, no se extendió para siempre. Los costos simbólicos y prácticos de esa jugada no fueron inocuos para el PRI.
¿Cómo se recupera un liderazgo emergente, como renace y se rehabilita una sociedad entera luego de ese impactante trance? Misma pregunta que hoy podemos plantear en el caso venezolano. Con más dudas que certezas, nos atrevemos a responder: al apelar a una firme toma de consciencia, quizás ayude hacer de la crisis estructural una oportunidad bien administrada en el corto, mediano y largo plazo. En México, la pérdida del control total del PRI en el Congreso, la amenaza de profundización de su escisión en el Colegio Electoral y la consecuente presión por reformas, así como una oposición actuando en bloque, menoscabaron el poder del partido-Estado y fueron quebrantando las ilimitadas competencias del Ejecutivo, los rasgos del “presidencialismo imperial” y el corporativismo. El último presidente del PRI, Ernesto Zedillo, cerraría ese ciclo. En 2000, finalmente se concretarían los efectos de la tormenta perfecta, con el triunfo irreversible del candidato del PAN, Vicente Fox. Ese juego de actores tenaces en situación límite, esa búsqueda incesante de alternativas tras más de medio siglo de hegemonía priista, esa resistencia a dejarse enredar por narrativas oficiosas y distractivas, convirtieron el trago amargo en un periodo para el aprendizaje. Largo, sí; y tenso, zigzagueante, demandante, singular, incierto, pero no menos productivo. He allí algunos de los signos de esos tránsitos tan complejos como deseables.