Publicado en: El Universal
Al norte y sur del continente, el ciclo electoral brindó nuevos motivos para el despliegue y empleo político de la emoción, puesta también al servicio de la racionalidad democrática. Con todo y sus bemoles y en el marco de una liturgia de excepción, el voto sigue siendo un magnífico vehículo para canalizar las pasiones que desata la política, a partir de reglas de juego que suelen frenar incluso a los más díscolos.
En el caso de EE.UU, el midterm registró matices distintos al de elecciones como la de 2016, cuando el “voto del enojo” delataba especialmente los síntomas de lo que Colin Crouch bautiza como Posdemocracia: aburrimiento, frustración, desilusión respecto al sistema. (El tedio posdemocrático, por cierto, ha dispuesto el escenario para la irrupción de líderes populistas, hábiles para atizar el resentimiento de personas desprovistas de confianza y objetivos, ciudadanos que perciben las instituciones como “cáscara formal”). Si bien la tensión social persiste, el desmelenado descrédito de las instituciones que impulsó el trumpismo provocó acá otro tipo de respuestas: tal vez menos indignadas, más cónsonas con un ánimo propositivo.
Posiblemente, al tanto de la angustia que la crisis global genera entre la población, el desarrollo de una comunicación tendiente a dar contención a esas emociones habría sido esencial para la construcción del “momento democrático”. Distinto al invertebrado juego de resonancias del populista, averiguar qué siente realmente el votante y atender diligentemente y con propuestas esos vacíos -lo cual implica renunciar a la exasperación- podría revertir la amarga visión de Crouch. Esa nostalgia por la democracia perdida, su traducción en impotencia e inmovilidad, en desafección cívica, aislamiento o rabia, trocaría así en visión de futuro, en oportunidad sustantiva para la renovación o las reformas. Esto, a pesar de la inconsistencia de los tiempos, de la emergencia de causas efímeras, de un poder que también sufre su propia liquidez (Bauman).
La certeza con la que toca lidiar, eso sí, es que el conflicto no cesará, y que su gestión sostenida es lo que podría ofrecer algunas solideces a futuro. Actores que sin prurito pujan dentro del sistema para implosionarlo, no dejarán de existir; de modo que conviene prepararse para neutralizar su impacto con las armas de la misma democracia, de la misma política. Sabiendo que no puede prescindirse del motor dialéctico, la idea es recurrir a un lenguaje que conecte con la expectativa de los individuos; pero que, más allá de particularidades, los invite también a percibirse como parte de un proyecto común. Proyecto que de ningún modo debe anularlos, pero que sí obliga a un tenaz esfuerzo de ajuste, a la cooperación.
En era en la que la particularización cobra cuerpo, no obstante, esa implicación forzosa con lo colectivo tiende a diluirse, a frustrar la integración. Hoy, más que nunca, el foco sobre lo que nos separa y distingue más que sobre lo que nos aglutina, lleva a pensar en una sociedad que a duras penas alcanza a articularse; en donde toca sostener conversaciones prácticamente customizadas, regidas por los gustos y preferencias del “cliente”. Y en esos terrenos, allí donde cunde el orgullo y la necesidad de reconocimiento propios de la política de la identidad, el sentimiento juega un rol crítico. Algo que el neopopulismo sabe explotar, invocando una afinidad que depende de construir identidades políticas cerradas, excluyentes, ellos y nosotros. Lamentablemente, ese nosotros vinculado a un reclamo vehemente de visibilización, suele armarse en torno a un liderazgo personalista, mesiánico y vengador; no un proyecto amplio que ve en el otro un indispensable complemento, más que una amenaza. Sin pluralidad, lo sabemos, la democracia colapsa, se niega a sí misma.
Cómo conciliar ambos aspectos, el de la necesidad del desarrollo individual y la integración social, es un reto para una comunicación afectiva que abone a lo democrático. El momento electoral habilita un primer paso para lograrlo, pues en él la palabra y su carga de pathos adquiere innegable protagonismo. (Para venezolanos hambrientos de normalidad, sujeta a la potente idea del cambio y la consecuente oferta de realidades alternativas, allí opera una ventana de oportunidad: tan pródiga en términos de siembra de valores democráticos como inexplicablemente subestimada.)
En ambiente de aguda desconfianza hacia los políticos, urge repensar el abordaje de un votante huidizo y disgustado, pero al que la realidad obliga a trascender el pozo de rabia desordenada en el que se sumió durante años. El sentimiento de indignación colectiva que antes sincronizó a la opinión pública venezolana, esta suerte de “solidaridad mecánica”, casi primitiva y contagiosa que Émile Durkheim identificó en algunas sociedades, no se desvaneció del todo, pero parece haberse ido moderando en la medida en que la supervivencia obliga a cultivar el propio jardín (Voltaire dixit). Las expectativas del venezolano no son las mismas de 2019 0 2020, según muestran los estudios de opinión. ¿Cómo hablarle hoy a esa multitud dispareja, entonces? ¿Qué teclas pulsar para seducirla, qué tono debe tener el discurso electoral para que sea convincente, y no simple rehechura de fórmulas sin relevancia para las mayorías?
Reconstruir la credibilidad supone no sólo apelar a la anticipación estratégica, sino descifrar radiografías como la Encovi 2022, o la Encuesta sobre Reconciliación Nacional -aplicada en comunidades populares de Caracas, Barquisimeto y Valencia, por la organización Compromiso Compartido– que en 2021 ya asomaba útiles hallazgos. 69,4% de los encuestados decía que la reconciliación entre venezolanos es posible, y que eso redundaría en su beneficio; pero 65,9% opinaba que el país conversaba poco o nada sobre el tema. La enconada reacción ante la propuesta de amnistía hecha por Gustavo Petro, daría pistas de cuán divorciada estaría la clase política de una sociedad que quizás desea ver en un candidato algo más que la sola indignación.