Con dolor y verdadero sentimiento compartido con el ciudadano común tenemos que insistir, una vez más, en la ausencia de una institución sin la cual el Estado de Derecho es una entelequia: el Tribunal Supremo de Justicia, el cual, sencillamente, ha dejado de ser tribunal, no es supremo y no es de justicia.
No se trata de simples expresiones, ni de una crítica ligera a quien debe encarnar el valor de la justicia como cabeza del Poder Judicial, “independiente”, según la Constitución.
Un tribunal, por definición, es un órgano integrado por hombres y mujeres que tienen como cometido resolver los conflictos ciudadanos actuando como terceros imparciales que solo atienden a su conciencia y al derecho o a las leyes que resultan aplicables al caso sometido a su veredicto; es supremo, en la medida en que “es el más alto de la República” y decide, en definitiva, en el orden interno, una controversia; y es de justicia, ya que le corresponde ejercer su función con estricto apego a las normas, en su adecuada aplicación a las circunstancias de cada caso.
El máximo tribunal, órgano rector del Poder Judicial, “autónomo e independiente”, debe estar integrado por juristas al margen de toda sospecha, de incuestionable honorabilidad, de una trayectoria inobjetable y cuyas actuaciones no pueden tener sombra alguna de inclinación por intereses que los comprometan en sus decisiones.
Ante las exigencias de los conocimientos propios del mundo del derecho, quienes sean escogidos para integrar el Tribunal Supremo deben poseer una sólida formación acreditada por obra escrita, trayectoria académica, experiencia judicial o ejercicio profesional reconocido y, algo de extrema importancia: no pueden ser jueces quienes tengan militancia político-partidista o la hayan tenido de manera activa, aunque medie una renuncia formal, siendo por ello susceptibles de presiones ajenas a la función judicial, que no es otra sino la de actuar y aparecer ante la colectividad en la condición de árbitros absolutamente impolutos e imparciales que al menor asomo de inclinación insana deben inhibirse, antes de ser recusados.
No bastan, entonces, los conocimientos propios de la materia jurídica de su competencia, sino que se exigen en la magistratura condiciones morales probadas en su vida personal y profesional, de tal manera que se hayan hecho acreedores de la auctoritas que se traduce en el respeto intelectual y reconocimiento moral de toda la comunidad, compartido incluso por quienes no le son afectos por prejuicios o posiciones políticas “radicales”.
El llamado tribunal supremo de justicia, en su constitución actual, sin que ello implique descalificaciones personales, ajenas a definir ese órgano máximo de un Estado de Derecho, solo pone en evidencia que se ha conformado para servir a los intereses del proyecto socialista que el régimen patrocina, y ello no admite duda alguna si nos atenemos a las declaraciones del jefe del Estado, en su momento, con motivo de propiciar la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia que se concretó en 2004, modificada luego en 2010, pero con garantía de una mayoría segura oficialista, para evitar “autogoles” y respaldar las posiciones de los “tiempos de revolución que se oponen a la doctrina ideológica de cuando imperaba el “establishiment”, como lo señaló un magistrado en una sentencia de 2010.
Por lo demás, no cabe la menor duda de que los magistrados actuales, independientemente de los méritos que algunos puedan exhibir, tienen la nota común –salvo alguna excepción– de su lealtad comprometida con el régimen.
En particular, una de las salas del tribunal, transformada en “supremo del supremo”, ha pretendido modificar la Constitución o reformarla sin tener la potestad para ello, la cual solo corresponde al pueblo o a la ciudadanía; se ha erigido en tribunal penal para encarcelar a dos alcaldes por un delito convertido arbitrariamente en “ilícito judicial constitucional”; y le ha asestado un golpe mortal a la inmunidad parlamentaria y a la propia institución de la Asamblea Nacional, declarada en eterno desacato e ineficacia presente y futura de todos sus actos.
Venezuela reclama un Tribunal Supremo de Justicia que, en verdad, como reza su ley “garantice la supremacía y efectividad de los principios constitucionales” y no los intereses del pregonado “socialismo del siglo XXI”, integrada por jueces honorables, de probada condición ciudadana y con elementos fundados de convicción que acrediten su imparcialidad.