Publicado en: Polítika UCAB
Por: Trino Márquez
Un antiguo y arraigado prejuicio promovido por la antipolítica sostiene que los políticos se mueven en una ciénaga donde no hay principios ni valores, y donde todas las acciones se orientan a un solo fin: conquistar el poder y preservarlo como sea, sin importar el método utilizado o a quién se aniquile. El fin justifica los medios es la frase –supuestamente basada en las enseñanzas de Nicolás Maquiavelo en El Príncipe– que sintetiza esa visión. Esa máxima, considero, distorsiona lo planteado por el fundador de la Política como ciencia moderna. La lucha por conquistar el poder y mantenerlo no significa la negación de la moral ni de los valores. Lo que sí debe entender el Príncipe es que para mantenerse al frente del Estado debe prescindir de sus afectos y consideraciones personales, porque esos apegos pueden conducirlo a adoptar medidas equivocadas dictadas por el sentimentalismo o la compasión.
Donald Trump representa la encarnación del personaje pícaro, amoral, oportunista y autoritario que utiliza la política, no para promover el bien común, sino para satisfacer el ego y alcanzar metas para las cuales nunca se formó. En su caso, su figuración en la esfera pública es un capricho que ha podido satisfacer gracias a su inmensa fortuna. Es la ambición del ególatra.
El expresidente no es ni republicano ni demócrata. Ha cometido los excesos propios del autócrata colocado por encima de las instituciones y leyes para tratar de someterlas a sus antojos. Durante la campaña para su reelección en 2020 inventó la tesis del fraude y la adulteración del voto por correo, una antigua tradición norteamericana, símbolo de la confianza de los ciudadanos en la transparencia del sufragio y en la pulcritud de los encargados de contarlos. A pesar de lo indicado por las encuestas previas a la elección y de lo que efectivamente ocurrió el día de los comicios, cuando perdió por más de seis millones de papeletas, Trump insistió hasta el cansancio en el fraude. No sirvieron para convencerlo de su error, o mejor dicho de su calumnia, ni los fallos en contra de su denuncia de los tribunales en los cuales introdujo demandas, ni las evidencias presentadas por sus propios partidarios, quienes trataron de convencerlo de que Joe Biden había triunfado de forma limpia. Aún en la actualidad, el señor Trump insiste en mantener esa peregrina idea.
Luego vino el asalto al Congreso por una turba de fanáticos republicanos promovida por el propio mandatario. Ese día el planeta entero pudo ver cómo el jefe del Estado norteamericano aupaba al grupo de facinerosos que entraba en las instalaciones de una institución que simboliza la solidez de una de las democracias más antiguas del mundo. A ningún mandatario estadounidense se le había ocurrido atentar contra la imagen de la representación y soberanía popular. Trump fomentó una insurrección y un golpe de Estado, rechazado hasta por su vicepresidente, Mike Pence, quien luego fue acusado de cobarde por el mandatario. Su firmeza fue clave para evitar que Trump desconociera la victoria de Biden.
La historia de Trump como expresidente resulta deplorable. Lo último que se ha visto son las acusaciones por haberse llevado de la Casa Blanca varios miles de documentos clasificados, muchos de ellos de máxima seguridad, que no podía sustraer porque pertenecen al Estado.
Lo más llamativo de los excesos que siempre acompañan a Trump es la popularidad de la que disfruta entre los miembros del Partido Republicano. Mientras más evidencias se acumulan de sus desmanes y más se le acusa por actos que violan la ley y el sentido común, más firme se hace en las filas republicanas. Esta popularidad parece un contrasentido. ¿Dónde se encuentran los valores democráticos y republicanos de un partido que tuvo entre sus militantes a ese genio llamado Abraham Lincoln? ¿Cómo es posible que una persona que promueve la sedición, el desconocimiento de las leyes y vulnera la seguridad de la primera potencia militar del mundo, se haya erigido en el líder de uno de los dos partidos que ha sostenido la democracia norteamericana por más de dos siglos? Se nota una clara incongruencia y un rasgo preocupante de un sector significativo del país que no solo fomenta la disolución de las instituciones, sino que promueve el armamentismo, la violencia y el antagonismo social de forma desembozada.
Donald Trump constituye una anomalía. Revela lo peligrosamente tolerante que pueden ser los sistemas republicanos y democráticos con sus enemigos. El exmandatario ha cometido, más que desmesuras, delitos graves que deben ser castigados. Sería una vergüenza para el mundo democrático que, por la lentitud de la justicia, Trump vuelva a ser candidato. No es a unos electores fanatizados a quienes corresponde decidir si él continúa o no en la esfera política pública. Este no es el coto de los bribones. Es un campo que debe ser dignificado. La justicia tiene que actuar como factor de corrección. A Trump habría que sacarlo de la política.