Por: Jean Maninat
Ser de izquierdas tenía lo suyo, podía ser una definición que se llevaba con garbo, que incluso otorgaba un cierto caché, como el del poeta Rafael Alberti, portando capa, elegante él, encubriendo entre tanta apostura los crímenes cometidos en nombre del comunismo. O el exquisito cineasta y militante comunista Luchino Visconti, seleccionando encajes de lino tejidos en Bruselas para llenar una gaveta que nunca se abriría durante la filmación, pero que él sabría que estarían allí, comme il faut en toda mansión noble que se respete, como la del príncipe de Salina. O el inagotable portento poético de Pablo Neruda componiendo loas a Stalin: “Hay que aprender de Stalin/ su intensidad serena/ su claridad concreta” y enamorando damiselas suspirantes. Y el bonachón del Gabo, compartiendo langostas con Fidel Castro en un día de pesca, sol y monólogos ególatras del dictador cubano. Sí, ser de izquierda tenía lo suyo, un cierto no sé qué…
Pero los muertos de Stalin salieron de sus tumbas como los de Michael Jackson en Thriller , y los harapos de la revolución cubana ya no emocionan ni a los burócratas que la dirigen. Las viejas “nuevas izquierdas”, resguardadas tras formulaciones aclaratorias como “izquierda democrática”, “izquierda republicana”, “izquierda ecológica”, “izquierda vegana”, pronto hicieron aguas y doblaron la cerviz frente a la arrolladora fuerza de los populismos en sus variantes. Evo Morales birló en el mercado de las siglas al Movimiento al Socialismo (MAS) y ganó elecciones gracias a un populismo indígena y social, mientras Rafael Correa lo hacía con Alianza País primero y luego Revolución Ciudadana, cabalgando sobre la antipolítica urbana “clasemediera”. Desde la izquierda más tradicional José Mujica, el Gandalf tupamaro, se mantiene allí, presto para dar consejos de abuelo sabihondo y querendón a quien no se los ha pedido, mientras Lula, el del eterno retorno, trata de encaminar al Gollum Maduro, el hijo díscolo del galáctico, que amenaza con no dejar ni un cenicero sano en la cristalería del socialismo del siglo XXI. Solo el joven Bilbo Boric, el austral, emana un aire de frescura, una amalgama de excesos juveniles amainados por la responsabilidad de gobernar y la saga democrática de sus predecesores. Hay para todos los gustos.
Pero cuando creíamos que el surtidor de sorpresas de la izquierda se había secado, resulta que bajo nuestras narices -más bien las poderosas gringas- estaban incubando los huevos de la serpiente, la culminación del empeño milenario del comunismo universal: aposentarse en el 1600 Pennsylvania Avenue NW, Washington DC, la mismísima Casa Blanca. Dos agentes internacionales, dignos herederos de la Internacional Comunista (Komintern, por su abreviatura en ruso), habían tejido pacientemente la red para llegar al poder en los Estados Unidos de Norteamérica: Kamala Harris, la principal operadora y su adlátere, Tim Walz.
León Trotsky debe sonreír finalmente tranquilo en su tumba en Coyoacán, allá en la maravillosa CDMX. Ni bajo los desvaríos que le causaban los bigotes de Frida Khalo, llegó a vaticinar que la revolución permanente llegaría amenazante al mero corazón de las tinieblas capitalistas, infartarlo y establecer un régimen comunista en los Estados Unidos de Norteamérica. Se cuenta y no se cree: una comunista en la Casa Blanca.