Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
Después del reciente fraude electoral, la dictadura se mantiene como si cual cosa. Estamos ante una situación digna de especial análisis, porque lo sucedido con la convocatoria para la realización de unas supuestas elecciones presidenciales no fue una reacción habitual de rechazo a una propuesta de naturaleza política. Al contrario, fue una conducta multitudinaria parecida a la náusea, una respuesta a través de la cual se hizo presente una aversión pocas veces expresada por una sociedad a la que se quiere comprar con baratijas. Si se demuestra cómo otros pueblos han actuado en forma parecida habrá qué trabajar en otro tipo de reflexiones, pero mientras tanto deslumbra la decisión de una colectividad que no necesitó de pensamientos profundos, sino solo de las solicitudes de su agonía, para propinarles una excepcional bofetada al mandón convocante y a quienes protagonizaron la tontería de servirle de teloneros.
La excepcionalidad de la reacción radica en el hecho de que no se produjo por el llamado de un elenco de dirigentes de oposición, sino únicamente porque el pueblo fue madurando una respuesta cuyo origen se encontró en sus entrañas y solamente en ellas. Poco importó lo que propuso la MUD, porque se quedó en balbuceos de tartamudo, ni un pregón de última hora hecho por un flamante Frente Amplio que apenas tuvo tiempo de presentarse ante el público. Sobre la influencia de los animadores de la nominación de Henri Falcón huelgan las palabras, porque sabemos que hicieron un tránsito de superficie a través del cual se comprobó la existencia de un limbo político que los ciudadanos abultaron con su clamoroso mutis. Los hechos demuestran, según se propone ahora, o como he sugerido en otras partes, la aparición de un movimiento autónomo sobre cuya presencia se debe pensar en términos de urgencia, antes de que resuelva ser otra cosa más enigmática y problemática, o perderse y disolverse en sus propios confines.
La circunstancia le viene de perlas a la dictadura, en principio, porque seguramente considera que puede controlar una situación sin manifestaciones exteriores, un aparente estado de inercia cuyas amenazas son lejanas o cuya potencia no asusta todavía. Las calles desoladas de la histórica jornada no le parecieron peligrosas, sino manejables, o con posibilidades de ocultamiento mediante el auxilio del maquillaje. Como no ve humo, la dictadura piensa que no hay fuego ni fósforos a la mano, o que tendrá la manera de apagarlos por las malas cuando considere oportuno. Puede repetir en el futuro próximo lo que ha hecho en el pasado reciente para continuar su hegemonía, y pelillos a la mar. De allí que se exhiba con tranquilidad, empeñada en prolongar una administración siniestra que, desde una perspectiva curiosamente somera, carece de un enemigo concreto y temible. O porque está segura de que tampoco la oposición se ha fijado en la estatura del dragón que, de momento sin candela, ha volado frente a sus narices para convidarla a despertar, o para pedirle que se transforme en una voz digna de seguimiento.
De una tragedia insólita surgen remedios insólitos, en este caso respuestas de gran vigor que rara vez se atraviesan, o que hasta ahora no se habían interpuesto en el camino de los negocios públicos. Pero tal vez pasajeras, si no se desesperan o amodorran. De su seno puede salir un liderazgo inesperado y legítimo, no en balde el movimiento viene lleno de las promesas que puede ofrecer una muchedumbre de individuos nuevos en la plaza, a quienes se les puede ir la vida por el peso de su exasperación. Aunque también puede encontrarse entre trancas y barrancas en la dirigencia de los últimos años que se viene desvaneciendo ante la vista de la sociedad, pero que puede corregirse para evitar la muerte de un centenar de políticos que pasarían a la historia por haberse desconectado voluntariamente de la realidad, por cabalgar a horcajadas entre la indiferencia y el miedo, o entre lo propio y lo ajeno; por prohibirse pensamientos audaces, por enterarse apenas de la existencia de una fuerza sin cabeza que los llevará por la calle de la amargura hasta la hora de inventar o encontrar una vanguardia ajustada a las circunstancias.