Publicado en Prodavinci
Porque, en realidad, el domingo pasado nadie ganó.
Ni siquiera el oficialismo, con sus 18 gobernaciones y el espejismo de un mapa teñido de rojo. Su victoria es una fantasía, una fiesta hueca. Por eso ni siquiera hubo grandes celebraciones. Fue la victoria electoral más escuálida de todos estos años. La alegría parecía un artificio. El domingo pasado fue un día cabrujiano, y perdónenme el adjetivo. Es un pequeño homenaje a quien nos ayudó a entender el fracaso de nuestros simulacros. El domingo 15 de octubre perdimos todos. Se acabó el hechizo electoral. Votar dejó definitivamente de ser un acto independiente y soberano. En este país, al menos, votar dejó de ser un verbo.
El proyecto de fraude global que inició el oficialismo en diciembre del 2015, con la designación de nuevos miembros y suplentes en el TSJ, alcanzó fatalmente su clímax en los comicios del pasado domingo. Ha sido un proceso que cada vez ha ido perdiendo más sus maquillajes y dejando en evidencia su naturaleza delictiva. Las recientes elecciones regionales fueron ya el destape final. El ventajismo institucional, los procedimientos y acciones al margen de la ley, el robo descarado de votos, la violencia en contra de los representantes de la oposición en las mesas… logró el insólito milagro de ganar 18 gobernaciones teniendo un 20% de aprobación. El oficialismo ha terminado estrujando y desechando la última y frágil instancia de legitimidad institucional que tenía: el voto popular.
De esta manera, ganar las elecciones significó perder uno de sus principales argumentos a nivel internacional. Si antes había alguna duda, ya las elecciones en Venezuela no ofrecen ninguna garantía. Pero tampoco a lo interno el triunfo del oficialismo representa una gran victoria. De cara a la crisis y en el contexto de un Estado fallido, de cara a sus propios seguidores y a las expectativas populares, el horizonte chavista parece un precipicio. El oficialismo decidió deliberadamente trivializar la política. Sus candidatos se apartaron de Miraflores como si Maduro fuera un apestado. Sustituyeron el socorrido debate ideológico por una carrucha y un burro, por unos guantes de boxeo. Eligieron esconder a Chávez y frivolizar la revolución. Es la confirmación de la derrota final del proyecto. La izquierda convertida en una payasada. Para llegar al socialismo bolivariano solo hay que bailar la burriquita.
Del otro lado, el liderazgo de la oposición repitió una característica que ya empieza a resultar genéticamente trágica: la falta de previsión, la ausencia de plan B. La realidad siempre los sorprende. Siempre los agarra movidos entre tercera y home. Siempre terminan desbordados por lo que finalmente ocurre. Y entran entonces en un breve espasmo de congelamiento que produce aun más confusión y desconcierto. Tanto que, en algún momento, Andrés Velásquez parecía un huérfano en el estado Bolívar, un valiente pero solitario David enfrentado a ese Goliat de cuatro cabezas que es el CNE.
Todos sabemos que no es fácil ser político de oposición. Que en este trance, además, el liderazgo estaba condenado a pelear electoralmente, que no podía cedérsele así sin más todos los espacios de poder regional al oficialismo. Pero eso no salva a la dirigencia de sus debilidades y errores. Las divisiones, los intereses particulares, la falta de un proyecto común más allá de la salida inmediata de Maduro, las maniobras pre electorales de algunos partidos, la alianzas ocultas con el poder… al final, terminan favoreciendo al oficialismo. Todavía, después de tanto, hay quienes siguen sin entender que conspirar contra la unidad política es una forma de suicidio colectivo.
Los abstencionistas tampoco han obtenido un triunfo. En términos reales, muchos de ellos han perdido territorialmente, ahora estarán bajo el gobierno regional del PSUV. Un “se los dije” puede dar una fugaz gratificación personal pero obviamente no es una victoria política. Los radicales siguen estando igual. En rigor no pueden hacer otra cosa. No tienen hacia dónde moverse. La abstención es su propio techo. Lo otro es tomar las armas e ir a las montañas de Villanueva, en el pie de monte entre Lara y Trujillo, a comenzar desde ahí la rebelión. Porque no se puede convocar a una rebelión desde una oficina en Caracas y luego dar una entrevista a CNN. Los radicales perdieron su discurso. De aquí en adelante, ya solo pueden repetirse. La abstención no es un proyecto. Es una resignación, un sin remedio.
Pero también el CNE salió totalmente derrotado. La jugada de la reubicación de electores a última hora los ha dejado ya sin posibilidad de disfraz. Es imposible mantener una leve duda. Ya no se puede ni siquiera hablar de parcialidad. Hasta en la última galaxia, ya es evidente que las rectoras del CNE son simples y prescindibles fichitas del oficialismo. El disimulo de la institucionalidad quedó arruinado. Son segundonas. Están ahí para hacer el trabajo sucio. Y las preguntas también salpican a Luis Emilio Rondón: ¿Qué hace ahí? ¿Qué hizo mientras todo esto ocurría? ¿Qué papel jugó? ¿A quién realmente representa?… El CNE es un chiste doloroso. Perdió cualquier posibilidad de representar algo. Perdió incluso su futuro. Ya no hay chance de que haya en Venezuela unas elecciones –reconocidas y aceptadas, nacional e internacionalmente– mientras el árbitro siga siendo el mismo.
El domingo pasado se selló una larga y triste derrota. Fue un duro golpe contra la verdad, contra la confianza colectiva, contra el voto, esa experiencia que nos hacía comunes, que nos hacía país. Poco importa ya que los nuevos gobernadores se juramenten o no ante la ANC. Ya no hay adornos. Todo es chantaje. El delito es la nueva forma de la política. La democracia ya ni siquiera sirve como espectáculo.