Por: Floralicia Anzola
Las palabras del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, sobre su decisión de continuar con el acuerdo de retirada de tropas estadounidenses en Afganistán que había firmado el expresidente Donald Trump con los talibanes el año pasado, fueron concretas y claras, en ese sentido, por decir lo menos.
Biden se refirió a la intervención de EE.UU. en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, con la intención de acabar con los grupos terroristas que ejecutaron ese ataque: “Fuimos a Afganistán hace casi veinte años con objetivos claros. Lo hicimos. Redujimos con fuerza a Al Qaeda en Afganistán. Nunca nos rendimos en la caza de Osama bin Laden hasta que lo eliminamos. Eso fue hace una década. Nuestra misión en Afganistán no se suponía que era la de construir un país, o crear una democracia centralizada y unida. Nuestro único interés vital en Afganistán sigue siendo hoy el mismo de siempre: prevenir un ataque terrorista en suelo estadounidense”.
Pero ¿por qué si ese era el objetivo y se logró hace diez años, no salió EE.UU del país asiático? ¿Por qué tras lograrlo, la misión se volvió confusa con estrategias contradictorias y objetivos inalcanzables? ¿Quién era después, de eliminado Bin Laden y disminuido el movimiento Al Qaeda, el enemigo? ¿Con quiénes se podía contar como aliados? Y, quizás la pregunta reiterativa en toda guerra ¿cómo se sabría que se había logrado el triunfo? ¿Qué significaría ganar esa guerra?
Baste re-visitar el interesante contenido del trabajo de investigación que publicó en diciembre de 2019, The Washington Post. The Afganistan Papers, la historia secreta de la guerra. El material que lo conforma recoge memos, documentos y entrevistas a más de 400 personas claves, generales, embajadores, diplomáticos con un papel directo en el conflicto, que realizó la Oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, como parte de un proyecto del gobierno estadounidense para comprender qué fue lo que salió mal.
Esas entrevistas revelan que no hubo consenso sobre los objetivos de la guerra, y mucho menos, acuerdo sobre cómo poner fin al conflicto.
The Post también obtuvo cientos de memorandos confidenciales del exsecretario de defensa Donald H. Rumsfeld de 2001 a 2006, del National Security Archive. En un Memorándum de 2003, escribía Rumsfeld: “No tengo visibilidad de quiénes son los malos”.
Continuaba advirtiendo en el 2019, The Washington Post: “Muchos años después de la guerra, Estados Unidos todavía no entendía Afganistán”. Así lo refleja el contenido de una entrevista que formó parte de esa investigación, a Douglas Lute, teniente general del ejército que se desempeñó como zar de la guerra de Afganistán en la Casa Blanca bajo los presidentes Bush y Obama y luego fue embajador de Estados Unidos en la OTAN de 2013 a 2017: «Estábamos desprovistos de una comprensión fundamental de Afganistán, no sabíamos lo que estábamos haciendo».
Y esa incomprensión también dio origen a decisiones erradas, inyectar ingentes sumas de dinero en un sistema corrupto. El gobierno estadounidense invirtió casi tres millardos de dólares tratando de rehacer Afganistán y generó corrupción en el proceso. Así lo reafirma otra de las entrevistas de la investigación, la de Ryan Crocker ex embajador de Estados Unidos en Afganistán ahora jubilado: “Simplemente no se puede poner esas cantidades de dinero en un estado y una sociedad muy frágiles, sin que esto alimente la corrupción. Simplemente no puedes».
En su discurso, Biden se refirió a esa corrupción en el liderazgo y criticó al ejército afgano, en el que EE.UU. gastó 83.000 millones de dólares solo en armarlo. “Lo que no podíamos darles es la voluntad de pelear por su futuro…Los líderes políticos afganos se rindieron y huyeron del país. Su ejército colapsó, a veces sin tratar ni siquiera de pelear” y culminó esa idea al decir que se comprometió “con los valientes hombres y mujeres que sirven a EEUU, que no les pediría que siguieran jugándose su vida en una operación militar que debería haber acabado hace mucho tiempo. Nuestros líderes no hicieron eso en Vietnam y yo no lo quiero hacer en Afganistán».
Y se preguntó: ¿Cuántas generaciones más de hijas e hijos de Estados Unidos debería enviar a luchar en la guerra civil de Afganistán cuando las tropas afganas no lo harán por su parte? ¿Cuántas vidas más, vidas estadounidenses, cuántas filas interminables de lápidas en el Cementerio Nacional de Arlington?
Para las mujeres afganas que durante estos años florecieron en libertad, confianza y formación, para la juventud de Afganistán que creció imaginando un futuro diferente esto no estuvo claro, como para muchas naciones que también se sumaron a seguir los pasos de Estados Unidos. ¿Fue acaso un espejismo?
A los venezolanos, debe bastarnos esta lección, sobre todo a aquellos que imploran una intervención armada. Si un país no tiene claro su liderazgo, si la corrupción es el mecanismo que la hace funcionar, una intervención armada o una invasión no harán otra cosa que empeorar la realidad. Y al final, cuando todo haya pasado, la verdad será una terrible y costosa bofetada.