Publicado en: El Universal
«Haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y la tierra siga siendo la misma»: con tal dosis de determinismo arrancaba el Foedus Cassianum, tratado que en el 338 a.C. Roma impuso a la Liga Latina -alianza de aldeas y tribus cuyo interés era impedir la expansión romana- tras vencerla en la batalla del Lago Regilum. El fin de un problema, sin embargo, asomaba otro: ¿cómo gobernar evitando que esa fuerza descabezada, heterogénea y díscola allanase el camino para la aparición de liderazgos aglutinadores, de nuevas amenazas para el imperio?
De allí surge la idea de dividir al contrario, y así debilitarlo: un sistema de trato y privilegios diferenciados para cada ciudad, destinado a promover la competencia en pos del favor romano. Divide et impera: “a aquel otorgo la ciudadanía, a ti no; pero si eres leal, podrías obtenerla”. Dar aquí, mutilar allá, arruinar el “nosotros”: se trataba de cebar simultáneamente las apetencias y discordias entre facciones, de mantenerlas enfrentadas para que su potencia común se disipara. Ocupadas en el desguace del prójimo y la sospecha mutua, picadas por el aguijón de la supervivencia, no tendrían tiempo de detenerse a distinguir lo medular, la coerción y el sometimiento. Eso, claro, facilitaba el dominio por parte de una maciza Roma.
La posibilidad de unión efectiva de los pequeños es, pues, amenaza de gran calibre para los poderosos. Los nuevos despotismos lo saben, y por eso se enfocan en disgregar las fuerzas de sus adversarios. El prolijo método igual consiste en indisponer a unos contra otros, no sólo alentando la proverbial saña cainita (para ello, las redes sociales han brindado inmejorable tribuna) sino persiguiendo aleatoriamente, dejando que prosperen ciertos espejismos individuales; conceder y quitar, triturando la noción de autonomía y dejando a una sociedad sin vertebras; abriendo resquicios que por pequeños, pocos se animan a explorar, mientras va cerrando portones; entorpeciendo vigorosamente los proyectos plausibles, desprestigiando y desactivando las voces moderadas y dando ocasional volumen, como al voleo, a las de los extremos. Un descuartizamiento fríamente calculado.
Sus resultas son tan efectivas como escabrosas. Quizás eso haya contribuido a que un gobierno ineficaz y fallido como el de Venezuela, incapaz de generar condiciones para la vida digna de sus gobernados, enemistado con el progreso y la modernidad, haya remontado la animadversión en su contra y siga allí, burlando atascos, disponiendo y haciendo planes para la infeliz entronización de su modelo. Para un gobierno mediocre es ideal mandar sobre despojos: la guerra contra partidos rivales se ha cifrado menos en generar nuevas razones para que lo ataquen, y más en ayudar a profundizar grietas que hacia lo interno de esas organizaciones conspiran para evitar la unión de fuerzas contra un “Gran Otro”.
Tras la fractura en tiempo-bala que avanza entre opositores, agravada por la ausencia de coyunturas que obliguen a juntarse con un propósito común, el panorama se torna incierto. Sin la presión concreta que añade el hecho electoral, esa acción política concertada como la que se dio en Chile en 1988, en Ecuador en 1979, en Brasil en 1984 o en Nicaragua en 1990 -y que motiva el “e pluribus unum”– tiende a diluirse. A eso hay que añadir que la crisis de una coalición que en su momento contuvo el usual canibalismo, parece tener causas más profundas; y es la crisis de sus partes, la de los propios partidos.
Hay atavismos enquistados, rémoras de cuando la malograda democracia civil dejó pendiente la modernización de estructuras que atendían al paradigma del Centralismo Democrático; uno donde la discusión fluye verticalmente, de arriba hacia abajo y viceversa, con subordinación de la minoría a la decisión votada por la mayoría. Proceder democrático, en sentido tradicional y estricto, pero a menudo enemigo de la dinámica que permite escuchar a las bases e incorporar el valor del disenso y la pluralidad a la deliberación: justo allí donde palpita el corazón de la política, polis y pólemos.
¿No será útil emplear estas horas -mal prestadas al desconcierto y la escabechina dañosa- para mirar hacia adentro, para purgar los lastres del caudillismo y hacer de los valores de la democracia moderna una praxis plena? ¿No es esencial fortalecer las partes para que, llegado el momento, la coherencia brille en un todo funcional y el ardor del “divide y vencerás” se mitigue? Mejor que dividir, “une y guía”, aconsejaba Goethe; pero unir lo trunco no siempre es posible. Habrá que cauterizar, sellar la raja; y recomenzar cuanto antes. Sin duda, la fractura que urge ver es la del bloque dominante, para bien de una nación que se va borrando en el marasmo de todas sus roturas.