Por: Jean Maninat
En un giro extraordinario de lo que alguna vez consideramos habitual, el estado natural de las cosas, el orden preestablecido por la razón en el intercambio entre países: el Norte succionando materias primas y el Sur procurándolas, hemisferio arriba generando vertiginosos cambios tecnológicos y prosperidad, y hemisferio abajo realismo mágico y populismo real (hasta que a China y la India se les abrió el apetito), la democracia por excelencia, la todavía primera economía mundial, el paraíso de las políticas inclusivas, ha comenzado a exportar un producto no tradicional en sus reservas: el vandalismo trumpista.
Hace dos años asistíamos a lo que parecía un happening político en Washington D.C. pero resultó ser un intento de quebrar la democracia, asaltando el Congreso y amenazando la vida de custodios y representantes entonces reunidos en el hemiciclo. Los rostros desencajados, los disfraces, la pintura guerrera en el rostro, se confundían con la bandera norteamericana (The Star-Spangled Banner del himno nacional) convertida en bandana, en infantil capa de superhéroe, secuestrada como símbolo de un acto salvaje, violento y felón. Y hubo quien lo aplaudió en su momento y aún lo hace. Fue una “rebelión democrática” dicen.
Y, henos aquí, en fiestas de Reyes, al Sur del continente americano, en Brasil, el país más grande de la región latinoamericana y su primera economía, se desata el mismo guión que arriba del Río Grande. Es un formato casi calcado, sin escrúpulos de ser acusados de falta de originalidad, una forma de lucha que reclama un golpe de Estado contra la democracia para “salvarla”. Los rostros desencajados y pintarrajeados con los colores patrios, la camiseta de la selección nacional, la canarinha, utilizada como pasamontañas para delinquir, y, no podía faltar, la bandera nacional confiscada como símbolo de tumulto y violencia antidemocrática. Y hubo quien lo aplaudió en su momento y aún lo hace. Fue una “rebelión democrática” dicen.
(Por cierto, algún psicoanalista amigo -o ni tan amigo- podría explicarnos el uso de la bandera nacional como una especie de objeto transaccional para ejercer la violencia con seguridad, por ciudadanos que probablemente son vecinos ejemplares en sus condominios, les piden a los hijos que no apoyen los codos sobre la mesa y murmuran sus plegarias antes de dormir, pero con una bandera amarrada al cogote se convierten en unos energúmenos violentos y destructores. Sería un gran servicio para la comunidad).
No hay vandalismo bueno y vandalismo malo. Es tan deleznable el pillaje de los Progres en Chile, como el de los Fachos en Brasil, y a estas alturas de lo visto es lamentable que se recurra, de lado y lado, al infantil: “Ah, sí, pero cuando ellos lo hacen es bueno, verdad”, todo dicho con los brazos cruzados y carita de emoji contrariado. Lo que está en juego es la convivencia democrática que tanto costó instalar, y que a duras penas sobrevive bajo amenaza constante. Ya no solo en eso que se llamó el tercer mundo, ahora también en la burbuja del primer mundo. La prensa internacional está repleta de excelentes análisis sobre lo sucedido y las estanterías de las librerías de valiosas obras que alertan sobre los peligros que acechan a la democracia. Quizás valga la pena consultarlos, permitir que se cuelen y dejar de gritar como un vulgar barra brava: ¡A por ellos, vamos mis vándalos aguerridos!