Por: Asdrúbal Aguiar
El jurista suizo Ernesto Wolf, quien tramita la edición de su Tratado de Derecho Constitucional Venezolano – monumento a la claridad pedagógica y al análisis sosegado – en el mismo momento en que ocurre la polémica Revolución democrática de Octubre, en 1945, escribe sobre la Venezuela del siglo XIX – cuando se hace más crítico y arraiga el ejercicio personal del poder y su asalto a través de lances por los más audaces – destacando su fama “por el número elevado de sus revoluciones”.
Se arguyen en todo momento razones reivindicatorias, legalistas, o soberanistas, y dado el hábito de la patada cotidiana a la mesa de la institucionalidad, no hay siquiera acuerdo respecto de la cantidad de movimientos armados ocurridos hasta entonces en el país: Una parte de la doctrina cita 52 revoluciones importantes durante la época, otra enumera 104 en 70 años “sin hablar de simples sublevaciones”.
Hemos vivido hasta el nacimiento de la República de partidos o república civil y democrática que emerge en 1961 y concluye en 1999, como presas del mando de los cuarteles, de los “chopos de piedra” o de los hijos de la “casa de los sueños azules” como llaman sus cadetes a la Academia Militar de Venezuela. Son la excepción, aparente, los nueve civiles representantes de caudillos militares quienes ejercen el poder entre 1835 y 1931 (el rector José María Vargas, Manuel Felipe de Tovar, Pedro Gual, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacio, Ignacio Andrade, José Gil Fortoul, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez) o los cuatro civiles quienes buscan afirmar el poder civil respaldados por un golpe militar o mediando un magnicidio, a partir de 1945 y hasta 1958 (Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, primer gobernante electo mediante el voto universal y directo, Germán Suárez Flamerich, y Edgard Sanabria).
Durante 183 años de historia independiente los venezolanos hemos sido, en 130 años, ciudadanos de repúblicas militares colonizadas por los mitos revolucionarios. Y lo constatable, ¡he aquí otra vez el verdadero asunto que nos ocupa y no debe distraernos!, es que tras cada acto de fuerza o mediando la demanda del caudillo militar o rural de ocasión, sigue siempre la explicación intelectual y detrás el texto fundamental de circunstancia, obra de escribanos cultos y refinados que le otorgan ribetes democráticos y hasta constitucionales a la criminalidad política y sus atropellos. ¿Ocurre acaso una suerte de aparente transacción entre la fuerza y la razón, o mejor, hemos estado en presencia de una transformación utilitaria de la razón, haciéndola sirviente de la fuerza en Venezuela?
Al observar nuestra evolución constitucional también se comprueba que esa suma abigarrada de textos fundamentales que se dice nos hemos y que no es tal – los moldes son muy pocos – y que surgen tras cada revolución, eventualmente pueden o no ser compatibles con los nobles propósitos anunciados por cada movimiento revolucionario a objeto de justificarse; pero las más de las veces, a través de reformas constitucionales o de constituyentes forjan las previsiones necesarias para que el mandamás logrero alcance su estabilidad, se aleje del poder sin perderlo, o se prorrogue en el ejercicio del poder, directamente o al través de sus designados. Mude de proletario en oligarca y mantuano, a fin de cuentas.
En principio, es trágicamente atinada la descripción magistral que a través de su célebre cuento Los Batracios hace de la mencionada tradición política y constitucional venezolana don Mariano Picón Salas. Pone su énfasis en la obra del abogado capaz de fabricar frases oportunas, otorgar documentos o hacer fe de la violencia que lo compromete en calidad de cómplice, en el caso, del coronel Cantalicio Mapanare, a quien los peones de su hato interiorano le dan ese rango castrense hasta cuando deciden, mediando tragos o algún condumio, ascenderlo a general.
No pocos hombres de letras fueron o han sido, así las cosas, actores de excepción de esas tragedias presenciadas y padecidas por la mayoría silente de los venezolanos. Sirvieron con fe de carboneros al general Juan Vicente Gómez, luego al general Marcos Pérez Jiménez, al comandante Hugo Chávez y le sirven al iletrado Nicolas Maduro, el causahabiente.
Enhorabuena, desde la cárcel, atado a los grillos de La Rotunda, quizás el más perspicaz intelectual que desafía a los positivistas que cultivan a nuestras muchas dictaduras a inicios del siglo XX, a saber, José Rafael Pocaterra, autor de las Memorias de un venezolano de la decadencia, dice y decide romper con ese determinismo y el fatalismo del mestizaje sobre el cual se encumbra el gendarme necesario. Le canta a la libertad connatural, a la esencia de la dignidad humana: “He caído en el pozo de la desesperación”, dice. “Y no sé de qué oscuras fuentes de mi alma, de cuáles reservas recónditas de mi sangre, cuyo tumulto va serenándose lentamente, saco un extraño, un admirable estoicismo que anula todo pavor, todo recelo, todo instinto para conformar mis treinta años ante esta agresión tremenda del destino”, finaliza su rezo, en enero de 1919.
En el déspota, esa aporía de “padre bueno y fuerte” – militar o civil – que se fractura por vez primera y a profundidad al emerger el protagonismo popular que interpretan María Corina Machado y su candidato presidencial, Edmundo González U., ha encarnado el sentido de lo constitucional como legalización constante de lo inconstitucional en Venezuela: Es el arquitecto y último intérprete del régimen de la mentira, a lo largo de nuestra experiencia histórica. Es quien fija y detiene los límites de nuestro libertarismo ancestral y lo administra de modo conveniente a su vesania. Pero, tras 200 años de ficciones y atropellos esa realidad ha llegado a su final y en un volantazo, eso sí, con el mismo retardo que durante nuestros siglos XIX y XX. Más allá del 28 de julio y su desenlace, lo crucial es que la nación se ha levantado de conjunto. Le ha perdido todo respeto y miedo al dictador y a sus cortesanos. Los desafían con el voto y con la calle.