Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“De aquello de lo que no se puede hablar, sobre eso hay que guardar silencio”.
Ludwig Wittgenstein.
Después de las afirmaciones hechas por el vicepresidente del consejo de “planificación” del gansterato, el señor Menéndez, en las cuales hizo responsables del reciente deslave ocurrido en Las Tejerías nada menos que a los colonizadores españoles, se confirma la necesidad de revisar a fondo las estructuras del modelo de enseñanza que se viene impartiendo en las universidades venezolanas. Si bien es cierto que -como afirmara Hegel en sus Wastebook- “el entendimiento sin la razón es algo”, definitivamente, el entendimiento no puede ser contrabandeado, atribuyéndole un papel estelar para el cual no solo carece de competencias sino que no le corresponde. La mera ratio no basta para adquirir una formación sustentada en los valores de la autonomía, que son, por cierto, el auténtico soporte de la idea de ciudadanía y, en consecuencia, de la razón y de la libertad. El entendimiento separa. La razón une. El saber reúne. Por eso mismo, produce vértigo entre los ignaros. El “caradurismo” asumido por el funcionario de ocasión, quien ni siquiera pestañea, oculta la suprema irresponsabilidad de un régimen que ha calcado al dedillo las vergonzosas “reliquias de la muerte” del totalitarismo.
Es por eso que no conviene insistir en la confusión de la ratio técnica o instrumental con la razón propiamente dicha. No es lo mismo el Verstand que la Vernunft. De hecho, por ratio se comprende el instrumento o el medio -en última instancia, se trata del “método”- con base en el cual las formas reproductivas del conocimiento son fijadas, elevadas y puestas -o positivizadas-, como si se tratara de verdades absolutas e indiscutibles, abstrayéndose del carácter productivo y orgánico del saber, de su relación concreta con la frecuencia de los cambios históricos, sociales, políticos y, en consecuencia, con su permanente necesidad de adecuación con el ethos, al cual se debe. Las limitaciones características de la ratio están obligadas a plenar el vacío que las circunda con el hedor de la heteronomía. Es ese el tipo de enseñanza que se viene impartiendo en las universidades y, por cierto, no solo en Venezuela. En suma, se enseña el “qué” y el “cómo” se hace, pero ni se enseñan ni se aprenden el “por qué” ni el “para qué” en el “aquí” y el “ahora”. Es así como el modelo “cognitivo” pasa a ocupar un puesto distinguido en la creciente represión del régimen. Tras el interés por secuestrar el conocimiento se oculta la agresión del bárbaro, su resentido deseo de hacer colapsar a toda costa la verdad imponiendo, en su lugar, sus propios prejuicios. Y en este aspecto ha contado con no pocos antecesores e incluso con unos cuantos troyanos. En el fondo, se trata de confeccionar una enseñanza para “especialistas” en metodologías específicas -expertos en el vacío y la nada- que conduce directamente a la tiranía y la barbarie. Era ese, el modelo reinante en las universidades alemanas antes de la llegada al poder del régimen nacional-socialista de Hitler. El “progreso de la racionalidad instrumental preparó el terreno para su surgimiento y consecuente hegemonía, “notables” mediante.
En sus delirios de abstracción, el entendimiento, obseso audaz, suele etiquetarlo todo, señalizarlo todo, controlarlo todo. Los “stickers” -en el fondo, las cámaras de “seguridad”, los ordenadores, los teléfonos “inteligentes” o los satélites no son más que stickers- van marcando su sendero en su temor a la oscuridad. Está enfermo de quietud, le teme al devenir y todo lo quiere estable, “positivo”, inmóvil. Es el autor intelectual de un movimiento que carece de movimiento. Es paralítico y paranoico. Su larga dictadura lo ha hecho esquizofrénico. Por eso mismo sentencia, proclama, reglamenta, decreta normas y se obceca dictando leyes que en nada coinciden ni se adecuan con la realidad de verdad, al punto de despreciar, en aras de los stickers, sus propios orígenes, su propia historia. Lo advertía -¡oh, sorpresa!- el mismísimo Kant: “El entendimiento común humano, al que, como entendimiento meramente sano, aún no cultivado, se considera el mínimo que se puede esperar de quien aspira al nombre de ser humano, tiene por eso también el humillante honor de llevar el nombre de sentido común, de tal modo que por la palabra común se entiende vulgar, lo que en todas partes se encuentra, aquello cuya posesión no constituye un mérito ni ventaja alguna”.
Se comprende, entonces, cómo sea posible que siempre haya un “chivo expiatorio”, algo o alguien fuera de las normas a quién estigmatizar, un defecto, un “error en el sistema” que genera “ruido”, que produce vértigo, porque el entendimiento no podría haberse equivocado. Las “encuestas no mienten”, los “métodos son exactos”, “los procedimientos son correctos” y, además, su preparación curricular da cuenta de que se trata de un estudio “científico” de los fenómenos. Por eso mismo, tuvieron que haber sido los conquistadores los responsables de la tragedia de Las Tejerías. Y es por eso que cuando la mayor parte de la población se niega a participar en un proceso electoral, no se debe a la política mediada por el entendimiento abstracto y la razón instrumental. Tampoco se debe al hecho de que tanto el régimen gansteril como la llamada oposición, a punta de falsas expectativas, hayan defraudado hasta la saciedad a la población entera. O a que hayan saqueado -o contribuido con el saqueo- del país que fue. O que hayan conducido al abismo de la miseria material y espiritual a la otrora nación más próspera y mejor posicionada de América Latina. Como tampoco es culpa del uso y abuso de la concepción de “política” que fueron implementando paso a paso, gracias al estricto seguimiento del “tutorial” que generosamente les brindó el entendimiento abstracto. ¿Entonces, de quién será la culpa? La respuesta es: de la anti-política. Fue ese espectro nouménico, ese “coco” brotado de las entrañas del abyecto irracionalismo ibérico, de la negación de la más pura racionalidad instrumental, lo que provocó no “la salida” sino “la caída” de monómeros, entre otras empresas. Fue la anti-política la que, habiendo ganado tres veces las elecciones presidenciales, le entregó el poder, primero, a un moribundo derrotado y, después, a un rufián usurpador. Y fue también ella, la anti-política, la que puso “todas las opciones sobre la mesa”, que terminaron en “el show de los drones”, la bravuconada de un ególatra impotente y el naufragio -mención aparte de los encarcelamientos, torturas y asesinatos- de un puñado de mercenarios. La conclusión no es, pues, que la ciudadanía se sienta defraudada, ni que en su cotidiana lucha por sobrevivir, en medio de las sofocantes penurias, día tras día intente adaptarse, como puede, a las circunstancias. No: ¡es que la gente no entiende al entendimiento!
Valdría la pena preguntarse si por la cabeza de alguno de los ilustrados apologetas de las normas y procedimientos de la ratio instrumental habrá pasado, aunque sea por un instante, la posibilidad de que la antipolítica no sea más que la inversión especular de la política, el “feliz no-cumpleaños” de la Alice de Carroll, su necesaria otredad, su secreto a voces, su lado oscuro, la confirmación del fracaso de su tiranía. Como diría Hegel, se trata de su negación determinada, porque “toda determinación es una negación”. En fin, es la política misma, sólo que puesta -fijada- en su inversión por la propia política. En vez de “tirar la escalera”, convendría bajar de nuevo por ella y afrontar el vértigo para convocar a los inadvertidos a subirla. No pocas veces, y como dice Adorno, “el trabajo de la filosofía consiste en decir lo que no se puede”, justo lo que Wittgenstein prohíbe.