Para cuando usted lea estas líneas estaremos a días/ horas de la elección presidencial. Poco más hay para decir que no se haya dicho ya. Acaso sea cuestión de dejarse de pamplinadas con patas y apuntar lo que de tan obvio pasa inadvertido.
Los venezolanos nos hemos mal acostumbrado a una democracia enclenque. Tanto es así que vemos ya cómo normal que la constitución sea magreada constantemente, que nuestros derechos ciudadanos sean pisoteados un día y el otro también, que el estado se haya comido en caldo de ñame a la sociedad. No nos sorprende que unos poderosos circunstanciales se comporten cómo señores feudales y nos traten como su propiedad, cual siervos de la gleba.
Una elección puede ser un acto inútil, pero también puede convertirse en un poderoso gesto de rebeldía. Un negarse al un estado de cosas absurdo y descabellado. En democracia, no existe nada más importante que la fortaleza de la ciudadanía. Ellos, nosotros, los ciudadanos son, somos, el origen y propósito de la democracia. Ciudadanos débiles producen democracias con defectos severos, con un sistema inmunológico debilitado. Y ello, que no es un asunto filosófico sino antes bien práctico, sí tiene su buena base en la conceptualización de un gobierno cuya base y razón de ser sea el bien y el progreso de todos.
Una democracia cuyos textos son escritos con tinta deleble no es una democracia, en ninguna de sus definiciones. En cambio, la democracia aúpa, por su propio bien, el que los ciudadanos no se comporten cómo borregos sino que usen su derecho inalienable a la rebelión. Así las cosas, el 28 de julio votar no puede ser un acto gris. Debe ser la más clara e inconfundible manifestación de negativa a la sumisión.
Sí, votar es un derecho, elegir es un derecho. Y también es un deber. Vote, por quien usted desee. Pero vote.