Refugiados, desplazados, exiliados, desterrados. Y tantas clasificaciones más. Son millones. Cada uno es una historia. Cada uno tiene sus propias razones.
La migración no es un problema de nuevo cuño. Ha existido desde el principio de los tiempos. Los seres humanos se mueven cuando donde están no hay lo que buscan, lo que necesitan para vivir. Eso que procuran puede ser alimentos, tierras, paz, felicidad. Todos huyen de algo. De guerras, de persecuciones, de tristezas. Todos persiguen un sueño que se conjuga en futuro.
Hay un error conceptual en imaginar que todos los que se van de sus países son pobres, ignorantes, descastados. No es así. Muchos lo son. Sin duda enfrentan precariedades y sus travesías son casi heroicas. Los números de ACNUR son simplemente espeluznantes. Cientos de campos dan cuenta de la gravedad del problema. Pero muchos migrantes son personas preparadas, con conocimientos y carreras. Sus razones pueden ser políticas, económicas o personales.
Escribí una novela. Empecé, como siempre lo hago, con los ojos clavados en la pantalla en blanco y los dedos prestos a narrar lo que unos personajes me contaban. Me sorprendí, porque sus experiencias no calzaban con los estereotipos que nos venden como un producto de mercadeo masivo. Y, como suele ocurrirme, aprendí de ellos. Me enseñaron a usar el cerebro para sentir, no sólo para razonar. Porque nadie entiende bien lo que es migrar si tan sólo pone frente a sí cifras.
Migrar es un verbo que se escribe con P de pasión, con C de coraje, con P de paciencia. Y también con V de voluntad, E de esfuerzo y E de esperanza.
“Y es que Madrid” no es una novelita suave. Y, bueno, quienes me conocen saben que mis letras no suelen ser un paseo calmo.
O enfrentamos las verdades, o siempre estaremos cantándonos mentiras.