Soledad Morillo Belloso

Y la abuela lo sabe – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Tú los ves y parecen salidos de un catálogo de “ricos sin culpa”: camisa con raya de plancha que parece hecha con regla de arquitecto, reloj que vale más que el apartamento de la tía Gladys, y ese perfume que huele a “yo no fui, pero fui yo”. No tienen cara de malandro, tienen cara de compadre de bautizo con sobre gordo. Y sí, roban. Pero no con pasamontañas, sino con PowerPoint y firma digital. El atraco viene con intro musical y logo corporativo.

Llegan a la oficina en camioneta blindada, saludan como quien paga el club y el colegio sin despeinarse, y mientras la secretaria hace cola para la bombona de gas, ellos hacen cola para comprar yate. No dicen “me lo robé”, dicen “reestructuración presupuestaria”. No se esconden, se exhiben. Y cuando los agarran, no hay barrotes, hay rueda de prensa con abogado que habla como locutor de FM.

En la calle se dice “ese está enchufado”, pero en el restaurante de lujo lo presentan como “empresario exitoso”. Porque claro, el delito con corbata se llama inversión. Y si el traje es de firma, el pecado se vuelve estrategia financiera.

Y lo más sabroso: se ven bien. ¡Demasiado bien! Como si el crimen viniera con asesor de imagen y sesión de fotos con influencer. Como si el desfalco incluyera filtro de Instagram y retoque digital. Pero no hay filtro que tape el hambre. No hay perfume que disimule el hospital sin insumos. No hay traje que esconda el temblor de una mamá buscando medicina para su muchachito.

Así que sí, se ven bien. Y huelen caro. Pero huelen a traición. Y aunque no sudan cuando roban, algún día van a sudar cuando la memoria colectiva les pase factura. Porque el pueblo, aunque se duerma con novela turca, no olvida. Y cuando despierta, no pide explicaciones: pide cuentas.

Los nuevos ricos no tienen árbol genealógico, pero tienen toldo para fiestas con luces LED. No visitan a la abuela que les enseñó a hacer hallacas, pero tienen chef privado que les prepara sushi con mango y guasacaca de fruta exótica que nadie sabe pronunciar. No tienen memoria, pero tienen tarjeta black. Son personajes de novela sin prólogo, sin infancia que se pueda contar sin que a uno le dé pena ajena.

Aparecen como aguacero de agosto: ruidosos, inesperados y con tendencia a inundarlo todo. Un día eran “el hijo de no se sabe quién”, y al siguiente tienen yate, chofer y cuenta de Instagram donde todo brilla, menos la autenticidad.

No compran cosas: compran símbolos. No decoran sus casas, las llenan de objetos que gritan “estatus” como si fueran bocina de carro nuevo. Sofás blancos que nadie se atreve a usar, lámparas que parecen ovnis, mesas que no han conocido ni mantel ni dominó familiar. Todo reluce, todo es nuevo, todo es ajeno.

Hablan con acento importado. Dicen “breakfast” en vez de desayuno, “networking” en vez de chisme, y “eventos sociales” en vez de parranda con vecinos. Se visten como si fueran a los Grammy, aunque sólo vayan al bodegón a comprar Nutella. Y cuando celebran, lo hacen con drones, fuegos artificiales y DJ que no sabe quién fue Simón Díaz ni qué es un “caballo viejo”.

Pero lo más curioso no es el billete, es la urgencia. Urgencia de ser vistos, validados, aplaudidos. De borrar el pasado con pintura dorada y caption en inglés. Quieren que los llamen “señor” aunque nunca hayan leído ni el manual del aire acondicionado. Quieren respeto sin saber respetar. Quieren pertenecer, aunque no sepan a qué.

Y ahí está el drama: el nuevo rico no quiere sólo reales para tirar para el techo, quiere reconocimiento. No le basta con vivir bien, quiere que lo envidien. No quiere compartir, quiere exhibirse. No quiere recordar, quiere reinventarse. Y en ese proceso, pierde lo único que no se compra ni se alquila: la raíz, la historia, el cuento que se cuenta en la sobremesa con café colado y pan de horno.

La abuela lo mira desde su mecedora, con su taza de malojillo y esa sonrisa que mezcla burla con ternura. Ella sabe que la verdadera riqueza no se mide en metros cuadrados ni en marcas de ropa. Se mide en risas compartidas, en refranes heredados, en el olor a arepa recién hecha que te recibe en casa. Se mide en saber quién eres, incluso cuando nadie te está mirando.

Y cuando la vecina le pregunta por el muchachito, ella tuerce la boca y suelta sin despeinarse:
—Ese se volvió rico y pendejo.

El nuevo rico puede tener todo, menos lo que no se compra: la memoria, el arraigo, la autenticidad.

 

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