Un mal gobierno hace daño. Pero un régimen tiránico va mucho más allá: es directamente perjudicial para la salud física, económica, social y psicológica de la población. Técnicamente, según toda la literatura académica, los países no quiebran. Pero sus habitantes sí caen en la más dolorosa ruina. Y en esas estamos.
Seguramente el ministro de salud cree que su declaración adulona es una tabla de salvación. Mal cálculo. Decir que no hay que aceptar la ayuda humanitaria porque el mismo presidente Maduro se está encargando del pueblo es una gigantesca paradoja. Porque si Maduro se está encargando y sin embargo la gente muere de mengua y el país cae cada día por el precipicio de la hambruna o víctima de un sinnúmero de enfermedades, o, no es cierto que Maduro se está ocupando, o, lo que está haciendo no sirve para nada y, obvio, es Maduro quien no sirve. Imagino que la infeliz declaración le costará el cargo al ministro. Será sustituido por alguien igualmente incompetente y adulón. Porque el problema no está en el ministro; está en quien lo designa. Es decir, el jefe, ese mismo apoltronado en Miraflores a quien le aplica aquello de «sabe el que sabe y el que no sabe es el jefe». No hay hoy cómo calcular el dolor creado sobre una población por la más destructiva política de salud. ¿Qué precio ponerle a cada lágrima de quienes tuvieron que enterrar a familiares porque una medicina no fue conseguida o porque en un servicio de salud público o privado se careció de los insumos necesarios para curar a alguien o salvarlo? Que alguien me diga cuánto cuesta cada muerto producto de la desnutrición, o de epidemias superables para las que no hubo vacunas, o por medicamentos cuya no administración mató a enfermos cardiacos, diabéticos, de sida, de hemofilia y un largo etcétera. Le pregunto a esta «revolución humanista» cuánto bolívares, o dólares, o euros, o rublos, o yuanes, o rupias, cuesta cada difunto.
Lo de PDVSA aparece como un casto y moralista gesto de lucha contra la corrupción, de lavar el pestilente sucio. Que corten cabezas y lleven a prisión a algunos es, sin embargo, una manera de querer simular la magnitud del desastre, o, peor aún, pretender justificarlo. Un «yo no fui» al que a kilómetros se le ven las costuras y el tramojo. La verdad es una. Desfalcaron a la más importante industria del país. La hicieron añicos. Botaron a punta de un silbato a miles de empleados talentosos. Al hacerlo no solo le destruyeron la vida a ellos y sus familias (muchos jamás lograron recuperarse) sino que comenzaron la muy perversa estrategia de asesinar en cuotas a nuestra principal fuente de ingresos. A seguir, la llenaron de mediocres disfrazados de franelas rojas cuya única función fue continuar la perpetración del crimen, hacerse cómplices de delitos a cuál más putrefacto o, tan inmoral, hacerse la vista gorda. A nuestra petrolera, nuestra PDVSA, la convirtieron en una burda y extremadamente vulgar casa de lenocinio. La saquearon, humillaron y postraron. No hay hoy cómo calcular el daño económico, financiero, social y cultural infringido a Venezuela. Es monumental el costo en lucro cesante y mucho mayor lo que nos costará a los venezolanos recuperarla, reconstruirla y volver a hacer de ella una empresa de primera. Eso no se compensa con unos cuantos mafiosos pagando cárcel. Pero al menos quisiéramos que reconozcan en público sus delitos y pecados y, al menos, que cada céntimo que tengan en cuentas nacionales o en el extranjero (propias, de su familiares o sus testaferros), cada bien, cada «casita», cada joya, les sean confiscados y de por vida les sea prohibido cualquier mínimo placer. Que nunca jamás les sea permitido realizar trabajo alguno que produzca más allá que salario mínimo, ni ocupar cargos públicos, ni salir del país, ni comprar bienes inmuebles, ni residir en vivienda alguna con más allá de los metros indispensables, ni asociarse a club alguno pero ni de bolas criollas. Que su sueldo les sea embargado de modo vitalicio. Que se les prohíba taxativamente beber alcohol. Que los que les reste de vida sea estar en libertad condicional. Tienen que pagar con incomodidad. Con absoluto repudio de toda la sociedad. Y que luego Dios termine de juzgarlos cuando los llame a su presencia.
Lo que un gobierno malo le hace a un país es grave. Lo que una tiranocracia le hace a una nación es un crimen monstruoso y un pecado capital Que Dios les perdone. Yo no puedo.