Publicado en: El Universal
En la Edad Media, la pintura y la escultura son artes dominantes porque hacen comprensibles a “los simples” los pasajes de la Biblia, mientras la literatura era para élites alfabetas, el clero y la nobleza, 5% de la población. La belleza no era relevante, subordinada al finalismo catequístico; y el goce estético, no un valor sino más bien el primer paso hacia el pecado, distracción en el tránsito por el valle de lágrimas hacia la vida eterna. El Renacimiento disloca la Edad Media y durante el cuatroccento, belleza y armonía comenzaron a ser fines en sí mismos, en ruptura profunda que a posteriori será el “arte por el arte”. Retornan a la idea griega de que el arte estaba dirigido a los sentidos, en coexistencia, a veces equilibrada, a veces crítica, con la pedagogía, al vaivén de los procesos políticos y religiosos. En la conflagración dramática del siglo XVI, la herejía luterana ataca ferozmente con sangre, arte y propaganda, tres mil folletos ilustrados por Lucas Cranach y la Iglesia despliega la contrarreforma para enfrentar la amenaza de destruirla. El arte se involucra en el conflicto y su ariete fue el barroco que Fernand Braudel propone llamar “arte jesuita”.
La basílica barroca deviene proyecto de integración de las artes, en el que todos los componentes, desde el plano y las estructuras arquitectónicas, hasta las esculturas y obras plásticas en su interior y exterior, cumplen funciones estratégicas y pedagógicas para combatir la herejía y se “remedievaliza” la poyesis. A partir del Concilio de Trento en el siglo XVI, el arte católico asume la confontación con Lutero, moviliza íntegramente, a través de la Congregatio Propaganda Fide, sus recursos espirituales que hoy llamaríamos simbólicos, para la lucha ideológica. Los jesuítas comprendieron que era de vida o muerte derrotar la herejía en el corazón y en el alma de los creyentes, y el barroco es lo suficientemente dramático para ayudar en la batalla de la Iglesia romana, ahora española por la importancia de los monarcas ibéricos en su sostenimiento. En el futuro veremos esa misma racionalidad religiosa en el “arte popular” contra el “arte de élites” y el “realismo socialista” de los siglos XIX y XX. Los inspiradores de la revolución francesa, Denis Diderot, J.J. Rousseau, plantearon el deber ser y la ética populista para el arte. El primero en su célebre artículo sobre la voz “Arte” en la Enciclopedia y el otro en su obra Discurso sobre las ciencias y las artes en la Academia de Lyon.
Rousseau considera que las “bellas artes” son “vanidades” de grupos deleznables, mientras las artesanías “del pueblo” encarnan virtud y utilidad. El “buen arte” era y debía ser popular, los oficios de los pobres en su sencillez. Reflejar la existencia en la villa postmedieval y en las aglomeraciones urbanas de la revolución industrial, que describen Patrice Shuskind en El perfume, las obras Zolá, Dickens y especialmente Victor Hugo en su caricatura, Los Miserables. Para Rousseau las necesidades son comer, reproducirse, protegerse de la intemperie, y la malvada civilización crea otras falsas, promovidas por la “frivolidad” y el egoísmo, la “sociedad capitalista”, como la llaman más tarde, crea tentaciones suntuarias y otros efectos infames. Marcuse en el siglo XX reproduce la idea y responsabiliza a los medios de comunicación y la publicidad, según su prédica malignos, porque nos “enajenan” al confort. Es asombroso como esta “ética” que sublima las necesidades primarias y la bondad de la privación se repite hasta hoy. Hume y Voltaire, al contrario, localizan el esplendor cultural en las etapas de riqueza, florecimiento económico, sensualismo, permisividad de las costumbres.
La paradoja es que mientras las necesidades básicas nos asimilan a las bestias, las “vanidades”, la música, la poesía, la pintura, el cine, el teatro, la escultura y la arquitectura, nos humanizan, como retomará siglos después Maslow. Podríamos vivir sin literatura, cine, libros, pintura o escultura, aire acondicionado, automóviles ni aviones, viajar en mula, habitar cuevas, sin acueductos, ni fragancias. Pero eso en vez de ser sublime, virtuoso, acercarnos a una condición moral superior, nos regresa a la barbarie. Pese al desarrollo del espacio individual y la creatividad prácticamente ilimitados durante los siglos XIX y XX, la “libertad moderna” de Benjamin Constant, hoy reaparecen perversas tendencias autoritarias, aunque con racionalizaciones más “elaboradas”. Estamos asediados por la ofensiva progre: los particularismos, la estupidez identitaria contra la universalidad, la pedofilia, la mentira ambiental, el fin de la declaración de los derechos del hombre, el retorno de las castas. Se cuestionan los límites de lo que son o deben ser las relaciones entre arte, belleza, política, globalización, comunicación, publicidad, propaganda. Eso se expresa en la vuelta a la censura y la movilización de grupúsculos contra figuras culturales, artísticas, del pensamiento, que no gusten a los lobbies que parasitan sobre “minorías”.
La nueva y terrible figura es cancelar, una forma de paredón para el pensamiento, las creaciones artísticas y sus autores, por decir algo tan simple e irrebatible como que existen dos sexos biológicos o que el patriarcalismo y el calentamiento global son mentiras comerciales. En vez de entender fenómenos tan importantes en la sociedad moderna como la comunicación, se aberran con fines ideológicos o políticos y mientras cancelan a Jefferson presentan un Erik el rojo pintado de negro. Esto es la difusión de ideas de falsedades políticamente correctas por aparatos organizativos o movimientos identitarios, éticamente plausibles porque crean conciencia crítica, denuncian al patriarcalismo, la “tragedia ambiental” o “la casta”. Sus contenidos son, por tanto, desde ese punto de vista, verdaderos, por contraste con mensajes que, por ejemplo, “perpetúan la opresión de la mujer”. La imagen de una mujer, madre o soltera, satisfecha con su vida, es publicidad patriarcal mientras un sicópata de sesenta anios paciente de obesidad y con el pelo verde, que se percibe de doce, es diversidad. Jacques Louis David, el gran pintor amigo de Robespierre, enfrentado a la Academia Francesa porque no le concedió el Gran Prix de Roma, e importante delator, da sentido inicial al maniqueísmo político en el arte durante el Terror revolucionario.
Funda en 1793 la Sociedad Popular y Republicana de las Artes y el año siguiente el Club Revolucionario de las Artes. Su cuadro La Muerte de Marat con la figura heróica del líder asesinado en la bañera, iluminado en la penumbra con aura de santidad, es una proposición, manipuladora, utilitaria, falsa, propagandística, un deber ser para el arte, según dijo. Igual El juramento de los Horacios y Brutus, realismo socialista tomado por la futura estética del stalinismo. Afirmó como doctrina que el arte tiene “…un deliberado fin utilitario; no la utilidad de una casta predominante, sino la utilidad general de la nación”. Quería juntar el espíritu iracundo con el elan artístico para un arte al servicio de la revolución, difundir “las ideas del bien” que encarnaba Robespierre, y fue espía de la policía de Fouché entre los artistas. Su doble moral es escandalosa: el arte debe ser utilitario, propaganda, defender “la utilidad general de la nación”, pero naturalmente los que cuestionan el Terror, deben ser destruidos, la “publicidad engañosa” de la “casta predominante”. Operación perfecta.