Contar a los presos políticos es una tarea que se extravía entre cifras que no cuadran y memorias que se encogen. No están ausentes: están atrapados. Secuestrados por un sistema que perdió toda compostura y ya no intenta parecer legal, sino que se ha acomodado en el vacío del derecho extinguido. Los presos políticos no son cifras: son latidos interrumpidos.
Existen. Son. Habitan los márgenes de las conversaciones, el sopor de las madrugadas, los pasillos mal iluminados donde nadie espera justicia. Se mezclan con el oxígeno rancio, con el polvo que cubre los rostros olvidados. Y lo insoportable es que ya no conmueven. De escándalo pasaron a fondo decorativo. De clamor, a normalidad.
La realidad los ha absorbido como parte de su escenografía emocional. El gesto que se evita, la frase que se suspende, la queja que no se pronuncia. Esto se nota en la forma en que se desvía la vista, en el modo en que se aprende a callar. No hay estruendo, hay aceptación. Y lo que no se grita, se conserva en silencio como si no existiera.
El aparato de poder ya no necesita gritar. Su eficacia está en su capacidad para sedimentarse. Como las capas de polvo que ya nadie limpia. Como esa humedad que se filtra sin permiso, lenta pero constante. No se exhibe: se camufla con la costumbre. Y la costumbre es la anestesia más precisa.
Los regímenes autoritarios no se sostienen sólo en la fuerza bruta. Se perpetúan en la repetición, en la práctica de sobrevivir adaptándose. El tirano deja de ser individuo: se convierte en hábito, en voz institucional. Pero lo más alarmante es esa obediencia que brota desde abajo, no por fe, sino por fatiga.
El miedo no necesita cadenas. Se aloja en el gesto que se contiene, en los sueños que se achican para caber en lo posible. Tiene gramática propia. Redacta una rutina donde cada gesto tiene límites, cada palabra tiene censura, cada deseo tiene frontera.
Cuando lo atroz se convierte en lo esperado, ya no queda lugar para el asombro. Las mañanas no traen novedad. El tiempo es una repetición. Lo ilógico se acepta, lo cruel se tolera. Y entonces, se vive con los ojos abiertos pero sin mirar.
Pero incluso en ese paisaje erosionado, hay partículas que no se doblegan. Un parpadeo que interrumpe la inercia. Una voz que se dice bajito pero no desaparece. No son grandes gestos, son insistencias mínimas. Y en ellas se agrieta la maquinaria.
La luz no siempre entra por puertas: a veces lo hace por fisuras. Y esa luz no negocia con la normalización del horror. No aguarda. Incendia.





