Ante el desmoronamiento – Boris Muñoz

Publicado en Prodavinci

Por: Boris Muñoz

Fotografía de Manuel Ventura
Fotografía de Manuel Ventura

¿Tiene el fin un principio? Aunque lo parezca, esta pregunta no es una invitación a filosofar ni busca llevar a un lector in fabula al terreno movedizo de la especulación. Es la expresión de una duda, la piedra angular de una incertidumbre. Y la duda nace de una constatación que permite entrar en materia: al cumplirse tres años de la muerte de Hugo Chávez, autoerigido tótem de la revolución bolivariana, el proyecto chavista se ha convertido en el tobogán de un imparable descenso social, un canal rápido, sin arbitraje, hacia la anomia destructiva y el caos, la caída en un abismo caracterizado por episodios de la más estricta enciclopedia del horror y crueldad.

¿Es acaso una ironía cruel del destino que en el tercer aniversario de su muerte el país se vea sacudido por linchamientos en serie, presos políticos, masacres, sangrientos enfrentamientos entre bandas criminales, devaluaciones monetarias, represión y nuevas sentencias arbitrarias contra la libertad de prensa? Tal vez no es una ironía sino lo opuesto: la consecuencia lógica de una ingobernabilidad terminal, producto de 17 años de políticas contraproducentes y vanidoso caudillismo populista, que han sumergido al país en niveles indescriptibles de corrupción, desafuero e impunidad y arrastrado a su economía (con ella el de las mayorías) a la bancarrota. Venezuela se ha convertido en un circo macabro –el adjetivo es descriptivo, no celebratorio– cuyo aterrado público, alguna vez sujeto del afecto efímero del caudillo, reacciona ahora con el rencor desatado, la rabia pura, sin sarcasmo ni humor. Lo dijo con quieta sabiduría Anton Chéjov en uno de sus cuentos: la desgracia vuelve enemigos a los seres humanos incluso cuando deberían estar ligados por un dolor análogo y los lleva a cometer muchas más atrocidades e injusticias que entre gentes satisfechas. De ahí la justificación, sino filosófica al menos histórica, de la pregunta: ¿tiene el fin un principio?

Antes de saltar a una conclusión

Con una crisis humanitaria en desarrollo, cuesta trabajo pensar en Venezuela sin ser fatalistas. Ver lo que pasa pone a cualquiera, literalmente, enfermo. Aunque sea un espectáculo denigrante para quien mira y es mirado, es importante ver el momento apocalíptico con los ojos bien abiertos. Por ejemplo, los linchamientos que han empezado a ocurrir en las ciudades asediadas por el crimen son la expresión de una sociedad que ya no confía su seguridad a la policía ni la administración de la justicia a los tribunales.

Las sangrientas viñetas se repiten con rutinaria frecuencia. En una estación del metro una multitud furiosa captura a un ladrón que acaba de robar. Lo golpea hasta dejarlo medio muerto. Cuando un policía lo rescata, la turba pide sangre y muerte. El impotente agente sólo se atreve a decirles: “¡Y por qué no lo mataron antes de que llegara la policía!”. En los Frailes de Catia, en el oeste de la ciudad, los vecinos linchan y prenden fuego a un hombre joven que atracaba una camioneta de pasajeros. El hombre, con la cabeza y parte del torso en llamas, brinca en el asfalto, gime como un animal agonizante, se sienta y trata de sacudirse el fuego de la ropa, pero ya no puede hacer nada. A su lado pasan motos, carros, peatones. Todos indiferentes. El hombre convulsiona, pierde un zapato. Nadie lo socorre. Cuando finalmente se desploma, una voz en off, quizás quien ha grabado el espeluznante video, sentencia: “Para que siga robando, pues”. Y el público, al otro lado de la imagen, escucha con la resignación de quien oye un razonamiento sin piedades hipócritas.

En la entrada de las urbanizaciones de Caracas se leen advertencias como esta:

VECINOS ORGANIZADOS
Ratero si te agarramos
no vas a ir a la comisaría
¡¡Te Vamos a Linchar!!

O los vestigios de la masacre de más al menos 17 de mineros en Tumeremo, en el Estado Bolívar, a unos 700 kilómetros al sur de Caracas, en la que se presume, aún sin probarse, la sociedad de funcionarios de policía, agentes de inteligencia y criminales comunes. El diputado Americo De Grazia, quien destapó la masacre, denunció posteriormente que había sido amenazado de muerte. Los medios oficiales que hoy dominan la información en Venezuela en el mejor de los casos son perezosos en reaccionar. A las primeras de cambio, Últimas Noticias y El Universal, dos de los principales diarios de circulación nacional, hoy controlados por el gobierno, sólo dedicaron un espacio marginal al caso, sin mencionar ni de pasada que el gobernador de Bolívar, estado donde ocurrió la matanza, negó de manera tajante los hechos refiriéndose a una “masacre virtual”.

Estas viñetas parecieran obvias a la luz de una realidad donde lo extraordinario y lo vil se asimilan y normalizan, unas veces por la desidia que causa la impotencia individual y otras veces por la palabra autoritaria de los poderosos.

Hace 25 ó 20 años el país era diferente. Un linchamiento llamaba la atención y ocupaba las páginas de los principales diarios y la nota roja de los noticieros de televisión. La violencia callejera que apenas comenzaba encendía el escándalo en los medios. De hecho, en 1992, la telenovela “Por estas calles” editorializaba en prime time la así llamada “descomposición del país”. Uno de sus protagonistas del melodrama, el soñador juez Álvaro Infante, rompía la cuarta pared que separa la ficción de la realidad, para hablar directamente a la cámara –como el Frank Underwood de House of Cards–, llamando a la población a “darle la vuelta a esta realidad”, como si fuera una tortilla. Hoy pocos se sorprenden por un linchamiento. Los linchamientos son sólo uno de los daños colaterales de la epidemia de violencia que hace de Venezuela uno de los países con más homicidios per capita en el mundo. Para dar una idea de lo que esto significa. En 2015 se cometieron en Venezuela más de 27 mil asesinatos, alcanzando la tasa récord de 90 homicidios por cada 100 mil habitantes que mantenía Honduras. Si se multiplica el número de muertes por el número de las familias de cada uno de los asesinados, se tendrá una ventana hacia una de las más grandes tragedias latinoamericanas del presente siglo.

En este contexto de extrema violencia, no extraña que los relativamente escasos linchamientos sean aceptados o incluso celebrados. En cuanto a “Por estas calles”, los videos con el llamado del juez Infante circulan hoy profusamente por las redes sociales: “Por estas calles” se ha convertido en un recuerdo del porvenir. Pero antes de que sus creadores se dieran cuenta, la telenovela era ya el souvenir de una realidad monstruosa. Sin siquiera reparar que ellos mismos eran vectores de los males que denunciaban, los dueños de los grandes medios –en aquel entonces los dueños del circo– explotaban económicamente el desmoronamiento del sistema político empeorando notoriamente la situación. No se detuvieron ahí. Al mismo tiempo, empujaron la salida del presidente Carlos Andrés Pérez y luego promovieron la llegada al poder de un caudillo militar llamado Hugo Chávez.

La muerte de Chávez ha mostrado de manera sustancial una realidad que el control casi total del aparato institucional y la hegemonía mediática ya no pueden ocultar. En ausencia del líder carismático, el maquillaje ideológico ha perdido su efecto dejando al desnudo la profunda escasez moral, institucional y económica que sufren los venezolanos.

Uso el término escasez en el sentido que lo hace la economía conductual, es decir, como las variadas insuficiencias que limitan la inteligencia y la conducta de la gente. No hay duda de que en estos años la escasez nos ha cobrado a los venezolanos un alto impuesto al ancho de banda (bandwidth tax), a la inteligencia necesaria para reaccionar individualmente y como sociedad ante el desmoronamiento. Pero es necesario reconocer que quienes parecen indiferentes ante la tragedia no son sólo testigos insensibles sino también víctimas preocupadas y, por regla general, impotentes. La sobrevivencia lleva al egoísmo personal, familiar y de clase. Cualquier esfuerzo de pensar más allá de esas líneas es saboteado por una realidad descomunal y amenazante: desabastecimiento, inflación, inseguridad, ingobernabilidad, virtual imposibilidad de avanzar en la escalera social y mantener una vida decente. La escasez sistemática reduce la capacidad de planear y visualizar a largo plazo nuestra vida en sociedad. Así nos distrae del bien común arruinando cualquier dedicación socialmente constructiva.

Los enormes déficits que hoy padece la sociedad venezolana en aspectos tan variados como la justicia, la alimentación y la salud se yuxtaponen unos con otros hasta generar efectos significativos en un amplio rango de conductas como la solidaridad, la paciencia y la compasión, comúnmente comprendidas en la noción de humanidad. El policía coincide con quienes piden sangre y muerte. El testigo de un linchamiento se conforma con extraer la mínima moral de la atrocidad de la que es cómplice. Los vecinos, convertidos en vigilantes, advierten que como la ley y el orden ya no contienen nada ni son capaces de garantizar ningún derecho, toman la justicia en sus manos. Es evidente que los déficit de lo que venimos hablando llevan a la incuria, que es la expresión primaria de la deshumanización. Pero quienes son perpetradores o cómplices de la violencia que se ha desatado en Venezuela no son sólo individuos indolentes o deshumanizados, sino también gente que lleva mucho tiempo pagando diariamente el precio del desmadre. Son, en definitiva, víctimas de un contexto que los obliga a sacrificar todo aquello que nos puede llevar a la realización individual y social plena y la perfección humana.

Sólo sobrevivirán los decididos
a no dejarse cegar

Para responder la primera pregunta sobre si el fin tiene un principio, hay que decir que sí. La muerte de Chávez fue el principio del fin del chavismo como sistema de poder, aunque éste se haya prolongado más allá de él y ahora trate de sujetar el poder con más maniobras ilegales y violentas. Pero, ¿tiene sentido preguntarse por el legado de Chávez en un momento en que se está dando la caída del sistema que él creó y del que fue centro absoluto? Parece otra pregunta retórica sin serlo.

Venezuela está de nuevo a las puertas de un gran cambio en el que la sociedad se juega su sobrevivencia como nación. A medida que se expande la miseria se hace evidente que la herencia de Chávez combina el populismo y el culto a la personalidad y el poder vertical del hombre fuerte, es decir, el caudillismo. Estas dos tradiciones son bien conocidas y sobra analizarlas aquí. Pero hay un rasgo peculiar del chavismo: su naturaleza identificada con el autoritarismo, el pillaje y el abuso de poder, cuya personificación es el malandro.

En la mitología popular tradicional y según el diccionario, el malandro es el pobre de barrio que destaca por su inteligencia, su rapidez verbal y su capacidad para arreglarse la vida dentro de un mundo adverso. El malandro es en definitiva un pícaro. Pero el término también lleva encima la acepción de malevo y delincuente. Puede tener algo de Robin Hood, pero también mucho de Juanito Alimaña. De allí que, como dijo el propio Chávez, hayan malandros y “buenandros”. Juanito Alimaña, el pícaro malevo de la canción de Héctor Lavoe, puede delinquir a su antojo. “Si lo meten preso / sale al otro día / porque un primo suyo tá en la policía… Jaunito Alimaña, si tiene maña/ es malicia viva/ y siempre se alinea con el que está arriba / y aunque a medio mundo le robó su plata / todos lo comentan / nadie lo delata…”.

En todo caso, los significados pueden variar según las conductas que lo caracterizan en un contexto determinado. Y a tal punto se ha identificado en Venezuela al malandro con el mito popular de un Juanito Alimaña, que mencionar su nombre es evocar un conjunto de prácticas que también han caracterizado al chavismo en sus casi dos décadas en el poder, hasta llegar a definir un talante, una praxis política, una visión del poder y de la vida.

No es, por supuesto, una mera coincidencia que Venezuela sea la cuna de la Corte Malandra, cuyo personaje fundamental es el Malandro Ismael. A Ismael se le montan altares y se le ofrecen rituales en el Cementerio General del Sur, donde los malandros y sicarios le rezan las balas de las armas con que cometerán sus fechorías. Su feligresía ha estado en franco apogeo en las últimas dos décadas. En la teología urbana actual, Ismael goza de un culto marginal pero muy amplio, equivalente al que reciben santones populares como José Gregorio Hernández. Y a veces parece incluso alcanzar las cúspides reservadas a un número muy reducido de los apóstoles católicos. Pero su rasgo primordial es ser una figura que parece cortada a la medida de una sociedad que celebra y aplaude al trasgresor de la ley como a un héroe épico. De hecho, uno de los productos emblemáticos de la era chavista es su propia especie de malandro: el malandro empoderado –aquel que es protegido de facto por la impunidad, es protegido de discursivamente por el poder.

El malandro intenta siempre estar por encima del imperio de la ley. El malandro fomenta el feroz desorden porque le permite imponer su propio orden. El malandro gobierna el desorden no a través de leyes iguales para todos sino usando el chantaje, la intimidación y la complicidad para estar por encima de la ley y de todos. Todas estas prácticas son fórmulas de uso de la fuerza. Esto lo prueba el auge de los pranes en la última década.

Los pranes exigen la obediencia ciega de sus subalternos e incluso imponen el altruismo a través de la violencia. Tampoco es casual que el presidente Chávez haya gobernado la mayor parte de sus 14 años en el poder intimidando a sus críticos y adversarios y por medio de decretos que lo colocaban por encima de cualquier ley, institución y escrutinio. Y por lo mismo nada tiene de extraño que en 17 años de revolución el Tribunal Supremo de Justicia no haya dictado ni una sola sentencia contra el gobierno. La herencia de Chávez es una sociedad con un alto grado de desorden y bajo el dominio del malandraje: un sistema malandro que hoy atraviesa vertical y horizontalmente al Estado e irradia toda la sociedad (el “pranato” fase superior del malandraje, diría un marxista).

Si se toma en cuenta la voluntad de las mayorías expresada en la alta y sostenida participación electoral, los venezolanos todavía creen que el futuro de Venezuela debería ser democrático. Sin embargo, para llegar a serlo, tendrá que ser una democracia obligada a forzar a grandes sectores de la sociedad a aceptar pactos y compromisos que limitan el amplio poder del que hoy gozan. Sólo así se podrá desarticular el sistema malandro consolidado por Chávez, una herencia que, como casi todas las herencias, no es exclusivamente suya y de sus acólitos, sino también de sus adversarios.

Contra la kombinacja
¿Qué tan relevante es esta conclusión para el futuro inmediato (y de largo plazo) de los venezolanos? Es evidente que no hay forma de llevar adelante a una sociedad sin aprender al menos en parte las lecciones que ofrece su historia. Una de esas lecciones de la historia reciente en Venezuela es que el sistema malandro, Estado malandro –o pranato organizado si se prefiere– es estructural y hunde sus raíces en la debilidad institucional del país. Con la excepción de un probable Referendum Revocatorio, las salidas negociadas que se buscan actualmente sólo pueden ser efectivas y tener sentido a muy corto plazo para concretar una transición que lleve a un reemplazo del gobierno chavista, despejando la incógnita del “misterioso factor militar” (Colette Capriles dixit). Pero cualquier solución verdadera de la cuestión venezolana pasa por aceptar que hemos llegado a donde estamos porque todos toleramos que los arreglos que hacen que la sociedad funcione pasen, en mayor o menor medida, por lo ilegal.

No hay mayor excepción en esto. La Polonia de la cortina de hierro era –por diseño– una sociedad de cómplices. Cada quien delinquía porque todos debían transgredir la ley para sobrevivir. Si todos participaban, no hay necesidad de torturarse con remordimientos personales. En Polonia se le llamaba a este estado de cosas la kombinacja –la combinación– refiriéndose a las redes de corrupción que se explayaban como un rizoma por toda la sociedad. Visto de otra forma, el Estado comunista hacía cómplices a todos sus gobernados porque así los dominaba. Y, en general, los regímenes totalitarios, como Cuba, operan de esa forma. Algo análogo ha sucedido en Venezuela donde la renta petrolera ha sido como una gran vendimia en la que todos participan. Se actúa según lo imponen las circunstancias. Y las circunstancias dictan vivir a través del soborno, el chanchullo, la propina y el bachaqueo. La omnipresente corrupción es atribuible al orden de las cosas o el feroz desorden. En consecuencia, si el sistema es corrupto todos pueden aspirar a la absolución de la responsabilidad individual, especialmente quienes toman las decisiones: desde burócratas reposeros, comerciantes, banqueros y políticos hasta los delincuentes y criminales que opera la cleptocracia, todos pueden aspirar a la bendición del olvido. La amnistía total es el gran sueño de cualquier sociedad de cómplices.

El origen de la crisis que atraviesa Venezuela es económico, social y político. Pero para los venezolanos el problema es también moral. Para que confíen de nuevo en que el país es un lugar vivible, los ciudadanos deben asegurarse que en el futuro el poder, la riqueza, las decisiones no sean acaparadas en las manos de pequeños grupos de privilegiados rentistas, llámense chavistas, boliburgueses, pranes, banqueros o élites. Pero esta es una meta de largo plazo que implica hacer primero viable el concepto de ciudadano y ciudadanía.

Esta proposición está abierta a debate. Los economistas y políticos pueden argumentar que plantear el problema de la ciudadanía como primordial no da cuenta del verdadero y monumental desafío de las próximas décadas: la reinstitucionalización de Venezuela, pues éste es el prerrequisito para construir la ciudadanía. Tienen razón. Y es ése el problema que lleva la cuestión moral al terreno político. Pese a que algunos programas sociales puedan ser evaluados favorablemente, son contados los avances sociales que el gobierno puede demostrar después de 17 años. En general el chavismo ha sido un modelo destructivo, como afirmó Noam Chomsky mediante un análisis esencialmente económico. Pero todo vuelve a lo político, porque nada se puede lograr sin un acuerdo político amplio. Los líderes y activistas deben ver con claridad que la reconstrucción institucional es la mayor tarea pendiente.

Cuando Chávez subió al poder en 1998 y sentenció la muerte de la democracia representativa lo hizo clamando “inventamos o erramos”. Quiso inventar y erró estruendosamente agotando el margen de error. Si volvemos al concepto de escasez, que es en este sentido el monto de nuestras variadas carencias, entenderemos que o las instituciones se reconstruyen o Venezuela sencillamente se convierte en un estado paria.

Las instituciones surgidas de un obligatoriamente nuevo contrato social deben encargarse de establecer un nuevo orden emanado del imperio de la ley, pero sin vulnerar el estado de derecho. Tomará muchos años eliminar los vicios de la sociedad venezolana, pero es cualquier caso preferible que un nuevo orden de convivencia sea implementado a través de las instituciones emanadas de ese contrato social a que siga reinando la violencia desatada.

Es por eso que el estado de cosas mencionado –el bolivarianismo malandro que es nuestra vernácula kombinacja– es el gran enemigo de cualquier intento de imprimir un rumbo distinto para Venezuela. El liderazgo debe actuar desde ya para romper el círculo vicioso de la corrupción. Este mar de fondo –un verdadero embrollo– debe ser reconocido por la oposición y los sectores democráticos del chavismo –donde los haya– para poder trazar un mapa de ruta creíble no sólo hacia el cambio de régimen sino hacia un transformación económica, política, social, institucional y moral del país. Esa transformación debe combinar todos los aspectos anteriores pero, a la vez, ser mayor que la suma de sus partes. Debe convertirse una memoria cultural. Algo que se dice fácil pero es muy difícil de hacer.

Para empezar, la infamia –las causas y consecuencias del desmoronamiento– necesita ser recordada de manera constante –y no sólo en un museo– porque la memoria es traidora y los pueblos son débiles ante lo que el historiador Timothy Garton Ash llama la “racionalización retrospectiva”. De manera semiconsciente, o a veces total y deliberadamente consciente, la memoria individual y colectiva reprime unos episodios y ensalza otros. La memoria, dice Garton Ash, “reorganiza el pasado en dibujos que cambian sin cesar”.

Las advertencias de la racionalización retrospectiva están a la orden del día. Un ejemplo espléndido es Rusia. Ahí, donde las purgas y los gulag sumaron millones de muertos, hoy brotan como hongos los bustos y las imágenes de su mayor perpetrador: el padrecito José Stalin. Pendones con sus cara adornan estaciones de policía y escuelas. Se publican libros alabanciosos llamados Cómo Stalin derrotó la corrupción. Alec Luhn, autor de una nota sobre el regreso de Stalín en el New York Times (13-03-2016), explica que los rusos del la actualidad piensan que “la hiperinflación y el colapso económico de los 90 fueron mucho peor que la escasez de la era soviética”. La nostalgia es diseñada, programada y financiada por el Kremlin para que los rusos añoren el estatus de potencia mundial que alguna vez tuvieron, pero nadie se acuerde de los millones de víctimas de ese periodo. Resultado: Stalin es hoy el magno símbolo de la grandeza rusa en el siglo XX.

En los próximos años y décadas, Venezuela enfrentará con mucha fuerza la cuestión de su pasado. No es ni de lejos el único país que deba llegar a términos con una historia difícil y cargada de hechos aborrecibles. Basta mirarse en el espejo de nuestro vecino, Colombia. Sin embargo, sin un reconocimiento de los mecanismos mediante los cuales ha operado el sistema malandro, así como de los personajes e hitos que lo han representado, la sociedad seguirá atrapada en la mezcolanza de añoranzas autoritarias, culto a la personalidad y aspiraciones civiles y democráticas inconclusas que han caracterizado a nuestro laberinto histórico.

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