Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La proliferación de las redes sociales y, en general, la progresiva conexión digital del mundo han traído enormes beneficios, pero también tienen un bemol severo: en medio de tanto ruido se ha vuelto a veces muy difícil orientarse en el laberinto de la verdad.
La masiva incursión de la gente del común en el debate público, sumada a la hábil manipulación de ciertos poderes o individuos carismáticos e influyentes, han hecho posible que se hundan hitos básicos, verdades fundamentales, y que nos pongamos a discutir río abajo sobre lo aleatorio.
Tomemos un caso emblemático: Arabia Saudita. Son verdades incuestionables que la influencia de este reino en la escena internacional depende únicamente de su gigantesca chequera y que su retrógrada monarquía es una enemiga jurada de la democracia y antítesis de cualquier noción liberal de la vida social. Dos verdades adicionales están demostradas: los sauditas, por vasos comunicantes diversos, financian el terrorismo internacional y, peor aún, financian y exportan la muy extrema ideología wahabita (sunita), de la cual brotan como hongos después de la lluvia movimientos fanáticos de todo tipo. Irán, por su parte, no es pera en dulce y también propugna un islamismo chiita enemigo de la democracia y financia, sobre todo, movimientos terroristas regionales, en particular el Hezbolá de origen palestino. Comparando ambos fenómenos, una persona sensata pensaría que Arabia Saudita es el mal mayor, pero la manipulación ha logrado que millones en Occidente piensen que este es un régimen inocuo y que el único malo del paseo es Irán. Partiendo de semejante inversión de valores, resulta imposible actuar en forma correcta.
A medio mundo de distancia está Colombia. Aquí es posible formular otras verdades incuestionables. A saber: que llevábamos 52 años de un conflicto armado el cual apenas al final se inclinó del lado del Estado, que un posible triunfo militar definitivo, en caso de ser posible, hubiera implicado miles de muertos adicionales y que, dada la (estúpida) guerra contra las drogas, los grupos ilegales tenían garantizada una abundante financiación que les permitía una gran potencia bélica y de corrupción. Yo sumaría a estas verdades otra que me parece como un pino: el así llamado castrochavismo ha perdido el prestigio que alguna vez tuvo y a estas alturas es casi imposible venderlo a un electorado de la región, así este se considere fácil de manipular.
Claro, partiendo de las verdades atrás enunciadas son posibles diversos caminos, pero ignorarlas del totazo conduce con seguridad a uno equivocado. Pues bien, basta con darse un paseo por las redes sociales locales para percatarse de que muchísima gente cree que lo cierto es falso y lo falso cierto. De nuevo, partiendo de semejante inversión de valores, resulta imposible actuar en forma correcta.
Alguna vez Álvaro Gómez dijo que era necesario hacer un acuerdo sobre lo fundamental. Este concepto sirve, siempre y cuando convengamos qué es fundamental y qué no. Fundamentales, digo yo, son las verdades atrás enunciadas, así como algunas más que no caben aquí. Otro cantar es que haya fuerzas políticas, muy en particular la liderada por Álvaro Uribe —aunque la (nueva) Farc y la extrema izquierda también califican—, a las que no les conviene que los colombianos nos pongamos de acuerdo sobre lo fundamental. Por eso andamos tan pesimistas y desorientados en nuestro propio laberinto de la verdad.