Seis de la tarde. Una bandada de periquitos vuela frente a su fachada principal. Si no está nublado, es a esa hora cuando mejor se aprecia el color del cual fue pintada. La escogencia del tono se hizo a esa hora para asegurar que los salientes de otros edificios vieran el palacete y sintieran la marca del poder del liberalismo.
Fue sede de la penitenciaria real. Hasta hace poco se podían ver en su sótano vestigios de cadenas, grillos, tubos de hiero y marcas de reos de alta o baja estirpe. Hospedó al Consejo Eclesiástico de Caracas. Fue escenario de los sucesos del 19 de Abril de 1810, cuando se inició el fin del provincialismo en Venezuela. Desde su balcón, Madariaga hizo la seña que lo hizo famoso. El terremoto de 1812 dañó la estructura. Por años estuvo en ruinas.
Desde su construcción por allá por 1690 hasta nuestros días, la casa ha vivido cambios, algunos justificados, otros no tanto. Todos sabemos la historia de Cipriano Castro saltando desde un balcón aterrorizado cuando el terremoto de 1900. O de cómo Juancho Gómez se robó un valioso cuadro para pagar sus deudas de meretrices y apuestas en casa de juego. Esas son anécdotas, buenas para repentistas, pero no la historia importante.
En 1841 el Congreso autorizó que la Municipalidad la vendiera al Gobierno Nacional para hacerla Casa de Gobierno. Se la refaccionó y al año se inauguró. Páez era presidente. En 1874, Guzmán Blanco ordenó remozarla a su gusto de Ilustre Americano. Ello estuvo a cargo del arquitecto Juan Hurtado Manrique. Se construyó un pabellón en homenaje al Cabildo de 1810. Como Palacio de Gobierno se abrió el 7 de noviembre de 1874. Ese mismo día se develó la estatua ecuestre de Bolívar hecha por Tadolini, esa que vemos hoy en la plaza y que es réplica de la estatua de la Plaza Bolívar de Lima realizada por la Fundición Von Müller. El 4 de mayo de 1877 el Congreso acuerda que su nombre sea «Mansión del Presidente de la República». En los hechos, no fue sino hasta 1880 cuando fue adaptada para residencia. Linares Alcántara, entonces presidente, la reinauguró. Se pintó de amarillo, color de los liberales. Y comenzó a llamársela «Casa Amarilla».
Allí vivió el Cabito. En 1904 la Presidencia fue mudada al Palacio de Miraflores y Casa Amarilla se hizo hogar de la Alta Corte de Casación y la Gobernación de Caracas. Un decreto del 28 de octubre de 1912, firmado por Gómez, la convierte en Cancillería.
Amantes furtivos
En sus pasillos, salones, despachos y trastiendas se urdieron complots y conjuras, se escondieron fugitivos, se libraron guerras sobre mapas que por fortuna no llegaron a campos de batalla, se citaron amantes furtivos que en sus piezas sudaron pecados y pasiones. Me pregunto si el hoy Canciller sabe que había una puerta falsa por la que Cipriano Castro hacía entrar a las damas de la vida libertina a quienes la República cancelaba sus «servicios» con monedas de oro. A saber cuál le habrá contagiado la sífilis o a cuántas les habrá él dejado semejante regalo. Me pregunto si los funcionarios de hoy de Casa Amarilla saben cuándo por primera vez un judío pisó la casa (1851) o quién fue el primer musulmán que acudió allí (Ahmed Zaki Yamani). ¿Sabrá el Canciller que fue allí donde Pérez Alfonzo y Gonzalo Plaza comenzaron a elaborar la idea de la fundación de la OPEP, una idea para su momento en extremo revolucionaria?
La visité por última vez en 1997, cuando el doctor Burelli Rivas era Canciller y me invitó a charlar una tarde de abril que nos pedía reflexión. Él respetaba ese recinto cual santuario. Decía que allí se tenía que poner siempre de primero a Venezuela y a los venezolanos, sin olvidar jamás que una nación progresa y prospera cuando logra las mejores relaciones con sus vecinos y el mundo. Nos sentamos en un recodo del patio central. Un café y un trozo de la muy caraqueña torta de naranja acompañaron la tertulia con aquel hombre de tantas luces y desprendimientos. Sin desmedro de otros buenos que han ocupado esa posición, Burelli Rivas era la personificación de la diplomacia, un experto en tejer lazos.
Un edificio sencillo
Si hablamos de arquitectura, Casa Amarilla es un edificio sencillo, de dos pisos, con «acentuado carácter horizontal y que respeta las premisas del orden, la simetría y la proporción de su época». En la memoria descriptiva que consta en la Facultad de Arquitectura de la UCV se lee que «La fachada principal está jerarquizada en el acceso con puertas de madera ornamentales con motivos geométricos y enmarcados con almohadillado encalado; sobre éste sobresalen el balcón principal con rejas de hierro y una cornisa que recorre el edificio… posee un frontispicio con el Escudo Nacional en piedra natural, enfatizando su carácter de edificación gubernamental… «.
En ella hay «frescos decorativos realizados por el pintor francés E.D. Guillonet. En otros salones la presencia de obras de pintores como Arturo Michelena, Cristóbal Rojas, Vicente Gil y de Almeida Crespo. Cuenta con salones protocolares, entre ellos el Salón Bolívar, que ocupa todo el frente del segundo piso. El acceso se produce a través de un amplio zaguán. Alberga magníficas obras de carácter religioso, retratos y esculturas de próceres de la Independencia, muebles de los siglos XVII y XVIII, mapas y grabados del continente americano y tapices sobre hechos trascendentales de nuestra historia».
El 16 de febrero de 1979 Casa Amarilla fue declarada Monumento Histórico Nacional. Por ende es «Patrimonio de la República», lo que quiere decir que no es propiedad del Gobierno sino de la Nación, de los venezolanos. En 2008 se decretó su cambio de nombre a Antonio José de Sucre. Raro, el Mariscal Sucre (mi prócer favorito) no fue un hombre de la diplomacia.
No sé en qué estado está. Espero y deseo que su estructura, sus magníficas piezas de arte y de mobiliario y su extraordinaria biblioteca hayan sido mantenidas con atención a su enorme valor histórico y patrimonial.
Altamente preparados
Pero la política exterior no la determinan los salones o despachos de una casa sino quienes desde ella la conducen e instrumentan. La diplomacia es asunto muy serio que requiere de profesionales altamente preparados, expertos en la materia y con una notable visión. Hoy un porcentaje demasiado alto del cuerpo diplomático y del staff de Cancillería no son profesionales de carrera; son personas que por su apego partidista son llamados a ocupar cargos para los cuales no están capacitados. Eso es triste pues no es improvisando como vamos a solucionar nuestros cada vez más ce vientres y complejos problemas con otras naciones; y es inconveniente pues cada vez más en los cinco continentes las cancillerías están en manos de especialistas, con mentalidad del siglo XXI, «glocales» creadores de ideas y no fanáticos repetidores de consignas acaloradas.
Para escribir este texto hice un experimento tonto. Llamé a Cancillería y cuando atendieron hablé en inglés. Pasaron casi diez minutos antes que apareciera alguien que dominara ese idioma. Una hora más tarde repetí, pero en francés. Igual resultado. Llamé de nuevo, hablé en portugués. Los minutos aumentaron. Sentí que trataba de cruzar un puente roto.
Llamé de nuevo. Pedí que me comunicaran con la oficina o despacho encargado del diferendo con Guyana. La telefonista no tenía ni la más remota idea.
El compromiso de nuestra Cancillería y nuestro cuerpo diplomático es con Venezuela y los venezolanos, no con parcialidad política alguna. Los cancilleres son hombres de Estado, no de Partido. No es riñendo con otros países como se solucionan los conflictos y diferencias. ¿Con cuántas naciones hoy estamos «distanciados» o rompimos relaciones? Demasiadas.