Es difícil escribir en un día como hoy, a horas de ese espectáculo de cuatrerismo político que tuvo como escenario nada menos que la Casa Amarilla. Sí, leyó bien. Lo que vimos fue un episodio (otro más) de cuatrerismo. El ejercicio de la salvajada y la barbarie. Puedo llenar este espacio con letras que intenten explicar cómo se montó está vagabundería. Desnudar los quehaceres y objetivos (inmorales) de los protagonistas. Describir a cada cual y quitarle el disfraz a lo que dijeron en tono churrigueresco y almibarado.
Pero no. Se lo dejo a los muchos expertos que usted encontrará en el sinfín de periódicos, revistas, blogs, redes, etc. Voy a hablarle a usted, que me lee, a corazón abierto.
La tristeza me copa, me inunda. El asco me rodea. La indignación me asalta por los cuatro puntos cardinales. En Casa Amarilla ayer asesinaron al país posible. Ya habían masacrado al país que tuvimos. A su país, a mi país. Yo soy venezolana. Nunca he sido otra cosa, ni he buscado tener otra nacionalidad. Hoy no tengo país. Porque Venezuela no es un país, ni una nación, ni una patria.
Unos cuantos hombres, Poltergeist más bien, estuvieron ayer en Casa Amarilla. Dijeron hablar en nombre de los venezolanos. ¿De cuáles venezolanos? Por seguro, no de los venezolanos como yo, como usted, que nunca vimos el país como el territorio de la vulgaridad. No de los venezolanos que nunca escupimos sobre la historia. No de los venezolanos que no creemos que la viveza criolla sea una virtud.
Ayer los vimos, con su cara muy lavada, firmando un acuerdo que ratificaba la conversión formal de Venezuela en El Pez Que Fuma.
Antonio Cova, de mis más amados profesores, me confesó una vez que él lucharía hasta el fin de sus días porque no le quedaba de otra. Así lo hizo. Sin alquilar su dignidad.
Estoy triste, asqueada, indignada. Millones estamos así. Y como mi dignidad no está en subasta, le digo a los que estuvieron ayer en Casa Amarilla, como protagonistas, actores de reparto o, también, como espectadores, que quizás ustedes celebraron ayer y brindaron con costosas bebidas. Quizás en la cara se les pintó una sonrisa imborrable. Y en la noche cuando se metieron bajo las sábanas cerraron los ojos y esa sonrisa les produjo una sensación tridimensional orgásmica. Sintieron el avasallante placer del triunfo. Estaban en éxtasis.
Ah, pero ustedes, a diferencia mía y de millones de venezolanos decentes y dignos, necesitan la droga del poder para poder calmar cada día su crisis de adicción. Ustedes son «individuos», «tipejos». Y nunca, jamás, sépanlo, serán «señores». Y, nunca, jamás, nos llegarán ni por los talones. Y por eso, sépanlo, nunca, jamás, nos vencerán. Nos aprisionarán, nos matarán de hambre y miseria, continuarán robándonos, pero nunca, jamás, nos vencerán. Porque nunca, jamás, podrán destruir nuestra dignidad. Nunca, jamás.
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