Hay fracasos indisimulables. Eso es lo que pasó en Venezuela entre el pueblo que alguna vez apoyó esta Revolución delirante por el poder que cacareó como gallina clueca un amor que en realidad era incapaz de sentir. Esa relación, esa juntura, esa simbiosis se desintegró; las ilusiones no sobrevivieron en un trágico mar de falsedades y mentiras. El amor entre la Revolución y el pueblo murió porque la Revolución jamás amó al pueblo.
Pero el país está ahí, herido, adolorido, con el corazón hecho pedazos, necesitado de nosotros sus buenos hijos. La Revolución nos hundió en un pantano, nos volvió una nación asfixiada por la destrucción. Pero hizo algo mucho peor: nos aisló de nosotros mismos, nos convirtió en un territorio en el que nos perdimos, un espacio en el que no nos reconocemos Ahora nos toca armar el rompecabezas de las piezas rotas. Nos toca formalizar el divorcio de la revolución. Nos toca romper todas las cadenas que nos convirtieron en esclavos.
El problema está en cómo disolver en los hechos lo que ya ocurrió en las emociones. Eso es un trámite complejo. Al fin y al cabo, solo hay dos tipos de divorcios, los malos y los peores. Y éste es de los peores.
Hay mucho sufrimiento metido entre pecho y espala. Mucha angustia y desesperación. Todo duele. Se hacen cuentas. Los activos despedazados. Y los pasivos son enormes. Están las cuentas por pagar, las deudas y las hipotecas, los millones de papelitos que recibieron como respuesta millones de promesas que fueron a parar a un cuarto oscuro en los sótanos de Miraflores. Todo eso está ahí sobre las pieles heridas de millones de venezolanos convertidos en víctimas.
¿Qué tenemos hoy? Una nación plagada de deudas, hundida en una pestilente riada de negocios truculentos, con servidores públicos contaminados a quienes se les dio la orden de mirar para otro lado cuando vieran los bochornosos robos al erario regional. Y hay que salir de este círculo vicioso. ¿Cómo?
No hay fórmulas mágicas ni rápidas. Pero hay que estar alertas, tener mucho cuidado. Hay quien pretende ahora vendernos una agenda de pragmatismo pecaminoso, un plan de mediocridad, la obscena propuesta de «pasar la página», como si eso fuera decente o mínimamente ético. Unos paladines de la vulgaridad están ahí, en las redes, en los medios, en mesas, con su lenguaje cargado de citas célebres, infiltrados como parásitos. Quieren hacer cambios en los que ellos puedan hacerse de poder.
La recuperación de nuestro país no será asunto de coser y cantar. Eso lo sabemos. Nadie en su sano juicio se cae a cobas. Pero no se puede comprar la procaz agenda que le plantean al país y al mundo estos traficantes. La solución no está en ese pragmatismo que pretenden imponernos unos que se dicen oposición y no son sino oportunistas. La solución está en abrir los cinco sentidos, dejar de cometer estupideces, no comprar palabrería de churriguerrescos rufianes. Hay que limpiar de crápulas las posiciones de decisiones.
Somos hoy un país capaz de pararse frente al espejo y emprender una nueva vida. Es decir, un país que con la mirada en el futuro -y habiendo dejado ya de supurar vergüenzas- trabaje con denuedo por curar las heridas del pasado y se dedique a armar un porvenir válido y valioso. Yo creo que sí se puede. Pero atención a las triquiñuelas de asaltantes de caminos. Están al acecho. Detrás de esas sonrisas, esos versos almibarados y esos discursos pegostosos está la nueva trampa.
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