Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La espartaquista alemana Rosa Luxemburgo le puso este título a su libro más famoso antes de ser fusilada por cuenta de una insurrección fracasada. Y ojo que los nazis todavía no llegaban al poder. Las revoluciones suelen ser emocionantes; las reformas, aburridas. Ergo, vamos a quemar palacios de invierno, qué demonios, y después vemos lo que sigue. ¿En qué desemboca una revolución con el tiempo? Lo más probable es que uno se tope con José Stalin, Pol Pot o Daniel Ortega. O sea que las emocionantes revoluciones tienen una alta probabilidad de conducir a regímenes represivos y asesinos. ¿Qué actitud tienen entonces los responsables de promoverlas? Por lo general se lavan las manos.
En fin, es muy difícil convencer a un joven calenturiento de las bondades del reformismo. La revolución es rápida; la reforma, lenta. Las reformas, como lo puede ver con total claridad un colombiano, muchas veces traen resultados decepcionantes. Hay vasos no medio llenos, sino vasos con tal cual cuncho. Digámoslo sin ambages, el reformismo no ha tenido verdaderas oportunidades hace décadas en Colombia. El último intento audaz fue la Constitución de 1991, pero desde entonces esta carta democrática y moderna ha estado a cargo de malos ejecutores. Ni Gaviria ni mucho menos Samper, manchada como vio su presidencia por el Cartel de Cali, fueron reformistas de fondo. Después vinieron el godo Pastrana y el godísimo Uribe, seguido de Santos, quien debió dedicarse al indispensable proceso de paz, con la consecuencia de que su régimen resultó bastante deficitario en el tema de las demás reformas, tal vez debido también a su baja popularidad. Luego subió Duque, un presidente alérgico a cualquier reforma de fondo. Por ende, subsisten por inercia los viejos problemas. Valga la verdad, tampoco nos han tocado revoluciones triunfantes, aunque todavía asedian por ahí los botafuegos.
Sin embargo, en los años que vienen tendrá que hacer cambios de fondo en el país, a las buenas o a las malas, lo quera usted o no lo quiera. De hecho, ya la pandemia ha traído alteraciones dramáticas en el tejido social, muy dañinas la mayoría de ellas. Dicho de otro modo, es inevitable que continúe el cambio iniciado por la crisis, así que lo que se debe debatir es si lo queremos ordenado y sucesivo u otro que implique convulsiones y caos, con la gran posibilidad de tener efectos contrarios a los promedios, como ha sucedido en Venezuela y Nicaragua, para no hablar de los 60 interminables años que lleva la catástrofe cubana.
Se necesitan reformas para resolver los graves problemas de salud pública y potenciar la educación de los jóvenes colombianos, pero todavía más importante es canalizar recursos en forma permanente hacia los más pobres, reversando el gran salto de pobreza que viene causando la pandemia. Lo mejor sería implantar una versión de la renta básica universal, con excepciones bien diseñadas que no empoderen a los burócratas para decidir quién tiene derecho a recibirla y quién no. Ahora bien, para lograr todo esto, es indispensable que el Estado aumente su participación en el ingreso nacional de forma sustancial y permanente.
¿La alternativa? Dejar a los jóvenes en manos de teorías revolucionarias como las de Rosa Luxemburgo. Usted, estimado lector, que casi con seguridad ya vota o pronto votará en Colombia, tiene la prerrogativa máxima de decidir por quién lo hace. De ello depende el dilema: reforma o revolución.
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