Publicado en: El Universal
Pérdidas de toda índole, fiesta de sañas cainitas, recurrencia del escenario de vencedores y vencidos, desmaña para conjurar ese “estado general de sospecha” que induce a mirar a todos los otros como enemigos. No falta quien compara la situación venezolana con la de una guerra “no convencional”. Abisma ver cómo en esa arena en la que la revolución populista del s.XXI medró gracias a la dicotomización de la sociedad, hoy se multiplican los bandos. Guerra de lobos contra lobos que, para nuestra ruina, hace estragos dentro del campo opositor.
La vista caníbal se vuelve más tremenda, inmersos como estamos en la tolvanera pre-electoral. Tras 4 años de una no-estrategia que tulló músculos y asoló capitales políticos, la situación de la oposición no puede ser más angustiosa. Angustia que se recrudece por la incapacidad para rectificar y lograr definiciones a tiempo frente al cíclico dilema, el ser o no ser de los partidos: participar o abstenerse.
Con aparatos cada vez más debilitados y sin poder exhibir éxitos duraderos -lo dicho: la sublime intención no basta- los partidos van perdiendo la capacidad única de garantizar un mínimo de representación popular activa (Weber). Si a eso añadimos la tara nunca revertida, la dirección ejercida por caudillos o “jefes plebiscitarios” y la subordinación total de sus cuadros ante las decisiones de aquellos, el problema macro se redimensiona. El déficit deliberativo que imputamos al rival también horada sistemas de valores de quienes debían, en teoría, salvaguardar el ethos democrático apelando a prácticas que lo mantienen a flote.
Al comparar con lo vivido en la elección regional de 2017-que precedida por los más de 3 meses de protestas sin gloria y la instalación de una ANC espuria, acabó cosechando los malogrados frutos de la abstención- el desafío del 21N agrega desgaste y contradicciones. La fe que partidos y sus voceros deberían inspirar entre ciudadanos, termina licuada en la crisis de legitimidad. Esa relación vital del sujeto colectivo con sus potenciales representantes hoy casi roza los pantanos del “¡que se vayan todos!”. La última encuesta Ómnibus de Datanálisis, dice Luis Vicente León, retrata los efectos de ese divorcio “entre objetivos planteados y obtenidos y los discursos ‘embellecidos’ pero falsos”. 81,8% de la población hoy cree que debe renovarse el liderazgo nacional. La tarea de generar conexiones y esperanzas en medio de este bosque de resistencias psíquicas, luce muy espinosa.
¿Calcula la dirigencia el tamaño del brete, la bola de nieve a la que dio forma y ahora se le encima? Quizás lo intuye, y de allí la dificultad para comprometerse con más en medio de la merma. Pero no hacerlo confiscaría el “derecho a poner la mano en la rueda de la historia”, como también pellizca Weber. La de la elección viciada sigue siendo una realidad díscola: sin embargo, es obsceno recurrir al efugio de las condiciones cuando se han malbaratado frenéticamente todas las ventajas, las que impelían a preservar los fuegos de la participación política. A las pruebas de la calamidad en curso nos remitimos. Una oposición que jugó a ser gobierno terminó maleada por su propio relato, uno sin facultad de materializarse. Hela allí, la maldición de lo fútil. El drama afgano, de hecho, ofrece a los venezolanos una amarga pista sobre el dislate de la “liberación por encargo”.
La disolución abrupta de nuestro Bedlam tropical debería llevar a valorar la belleza de lo posible. Años de destrozo acumulado en los pequeños espacios de convivencia bastan para entender que, sin recuperación material, las abstracciones comienzan a lucir estorbosas, a invocar vacíos. La de noviembre no es elección “normal”, eso está claro, el contexto opresivo sigue fustigándonos. Pero ese ciudadano agobiado por la sensación de estafa ahora precisa algo más que espejitos. Pide gestión, pide representantes de carne y hueso dispuestos a usar el poder como medio para atender tanta tragedia cotidiana e invisibilizada. Pide agua y luz, mínimas certezas sobre su futuro. No indiferencia frente al sentido humano de la acción política.
Las reacciones ante la insatisfacción evaluadas por Hirschman –Salida, Voz y Lealtad– sirven de guía. A pesar de los tropiezos, la lealtad hacia una oposición que alentó expectativas no sólo se mantuvo, sino que retoñó generosa cuando fue solicitada. Luego, con la disconformidad a cuestas, la fallida relación de identificación provocó más de una queja, más de una interpelación y una advertencia: no cuenten con adhesiones ciegas. Pero la voz, recurso democrático por excelencia, no fue escuchada. Ante el desengaño sobreviene el divorcio, la mudanza: esto es, la salida. Hoy, con el escepticismo como sello, el riesgo es enorme, pues en esa ruptura también se juega el prestigio de la democracia. Sí: hay que prestar ojos y oídos renovados. La recuperación de la cualidad de lo democrático, ese llamado a dar fibra a un proyecto eficaz y sostenible, se suma a los retos de una campaña que trasciende la mera coyuntura.
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