En medio de los insomnios que atravieso, leo y releo. Busco respuestas, pistas, consejos de la historia propia y de otros. Me reencuentro con Chapultepec, una novela histórica que se desarrolla en el México de Maximiliano y Carlota. El autor nos pasea con detalles mundanos y sin inservible pacatería por los pensamientos y emociones de las gentes de esa época en un país en el que confluían buenos y malos quehaceres, intrigas y sinceridades, sentires intermedios y culpas repartidas. Fabulando la historia, el autor explica cómo una nación pudo entrar en estado de híper realismo. Hallo similitud entre esa narración y la época nacional y personal que me toca vivir. Mi existencia transcurre entre mi angustia y la convicción del arraigo que es como el alfiler que uno se pone en una camisa cuando se ha perdido un botón y no se tiene a mano hilo y aguja.
Maximiliano y Carlota no pudieron intuir en su infancia que la vida les deparaba la corona de México. Tras los hechos que los colocaron en tan extraña circunstancia subyacía la ambición de Napoleón III, su ansia de expandir su imperio con espacios en la ya emancipada América.
Benito Juárez era un liberal, un ser reposado y profundo, indígena de Oaxaca, dato nada irrelevante a la hora del análisis. En su carácter de presidente, había declarado nula la deuda externa. Ello irritó a las tres potencias acreedoras: Inglaterra, Francia y España. Los tres países firmaron el «pacto de Londres», según el cual un ejército plurinacional forzaría a México a cancelar la deuda. España e Inglaterra habían concertado obtener el control de las lucrativas aduanas mexicanas para hacerse de su dinero. Napoleón III vio la oportunidad para crecer. Así las cosas, Francia inició las actividades bélicas.
En Europa, poderosos mexicanos conservadores consideraban que la vuelta a un sistema monárquico resultaría bueno para México. Se dieron entonces a la tarea de buscar un príncipe de prestigio para ocupar el trono. Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, promovió a Maximiliano, archiduque de Austria y hermano del emperador Francisco José.
Maximiliano era hombre apacible, bien educado, culto, de pensamiento liberal. Nacido noble en Schönbrunn el 6 de julio de 1832, para su designación para posta en México contaba 31 años. Marino de carrera, había viajado por toda Europa y el norte de África y navegado hasta Brasil y quedó prendado del nuevo mundo. Como embajador en Francia, había adquirido conocimientos del arte de la diplomacia. En un viaje a Bruselas, conoció a Carlota, hija de Leopoldo I. Ella tenía apenas 17 años. Eso no lo detuvo para solicitar su mano.
En 1857 Maximiliano era gobernador de Lombardo Veneto. Le agradaba su posición y la desempeñaba bien; ni por la mente se le cruzaba ser otra cosa. Si bien no ansiaba reinar, seis años más tarde su amada Carlota lo persuadió de aceptar la corona que se le ofrecía para reinar en una de las naciones más importantes de América. Maximiliano aceptó bajo una premisa: que la petición fuere expresa y por escrito. A cambio, renunció a aspirar a la corona de Austria y suscribió el tratado de Miramar con Napoleón III, un pacto en el cual éste se comprometía en proveerle un ejército bien pertrechado de unos 20 mil hombres. Maximiliano se obligaba a cancelar la deuda que México había contraído con Francia y que había sido desconocida. Debía además cubrir los expendios vinculados a la guerra en los que había incurrido Francia.
Maximiliano y Carlota arribaron a México en plena primavera, el 28 de mayo de 1864. Los conservadores dominaban buena parte del territorio y el interinato estaba a cargo de una junta regente. De inmediato fue coronado. Designó en cargos claves de su gobierno a liberales moderados. Eso le costó caro. La oposición de los jerarcas de la iglesia y de las cúpulas conservadoras no se hizo esperar. Maximiliano los ignoró y allí comenzó a gestarse una soterrada desavenencia. Los problemas no acabaron allí. El intrigante Bazaine, en comando de las tropas francesas, criticó su manejo de las finanzas públicas. El Emperador se percató que el comandante nada haría para aplacar los aires de rebelión.
Maximiliano pensó sinceramente que Juárez estaba vencido y quiso conciliar. Pero Balzaine dictaminó que quienes no se rindieran incondicionalmente serían perseguidos, aprehendidos y condenados a muerte. Tamaña ofensa dinamitó las conversaciones y a Juárez le resultó imposible concertar la paz. En diciembre de 1866, un Maximiliano angustiado vio cómo las tropas francesas embarcaban rumbo a Europa. Quedó solo y el pacto de Miramar se volvió papel mojado.
Juárez se recuperó y comenzó a avanzar. Maximiliano quiso renunciar al trono. Carlota se opuso y viajó a Francia para procurar de Napoleón un nuevo apoyo. Cuando éste se negó, Carlota quiso obtener la buena pro del Papa pero, usando subterfugios, los franceses la habían declarado legalmente loca. Con semejante sentencia, fue enclaustrada en el castillo de Bouchot, sin contacto alguno con el mundo exterior.
Con los pocos apoyos que le restaban, Maximiliano organizó un ejército. Pero Mariano Escobedo mandaba en el norte, Porfirio Díaz estaba sólido en el sur y Corona controlaba las zonas del oeste. Maximiliano se fue a la villa de Querétaro. Escobedo sitió la ciudad y lo capturó. Un consejo de guerra lo condenó a muerte y su vida acabó el 19 de junio de 1867 frente a un pelotón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas. Meses después sus restos fueron llevados a Austria y sepultados cristianamente en el panteón de los Capuchinos. Nunca se reunió con Juárez, prominente baluarte de la historia mexicana, quien fue visto por años como un fracasado. Maximiliano fue Emperador en México apenas tres años y poco. A ambos, a Maximiliano y a Juárez hoy se les reconoce méritos y logros.
La historia mexicana, hermosa, intensa y dramática como pocas, abunda en culpas y malos entendidos. Los mexicanos reflexionan. Como escribió Carlos Fuentes, hay que desenterrar el espejo. Hoy entienden mejor qué les pasó y por qué les pasó lo que les pasó. Mucha sangre y sufrimiento les costó comprender que la razón nunca está de un solo lado.