Alí, mi hijo y yo

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En 1996 se dan la Olimpiadas en Atlanta. Veía la inauguración junto a mi hijo mayor, César Ignacio, quien en ese momento tenía 13 años. En mi fue muy grande el impacto cuando vi salir, tembloroso por el Parkinson, pero firme y con la cara visiblemente emocionada, aali-atlanta-96 Muhammad Ali, quien encendería el pebetero olímpico. Recuerdo que me puse de pie, era un momento memorable. No era uno más que había de encender la llama olímpica, era nada menos que el gran Muhammad Alí. Mi hijo me preguntó por qué era tan importante, impresionado por mi inesperada y sorpresiva emoción. Me olvidé de la ceremonia inaugural, y me senté a contarle un cuento que, con sus intervalos, se ha llevado casi toda una vida.

En estos días, cuando llega la noticia de la muerte de Muhammad Alí, mi hijo, quien ya está cercano a cumplir los 34, me recordó aquella tarde iniciática cuando se encendió la llama olímpica. La emoción entre los dos permanecía intacta.

Esta sencilla anécdota la traigo a colación porque mi relación con Alí, como la de muchos de mi generación, y no solo en Venezuela o en la América Latina, sino en todo el mundo, es una relación marcada por la emoción; y también por la felicidad, y también por el orgullo.

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Muhammad Alí fue mucho más que el más grande boxeador de todos los tiempos. Muhammad Alí fue mucho más que ese personaje irreverente, sensual, inteligente, absolutamente desfachatado y desatado contra todas las normas establecidas. Por encima de todo eso eso, Muhammad Ali fue, a la larga, la clara imagen de la victoria de los desadaptados, de los excluidos. No en balde, fue él uno de los grande íconos de esa rebeldía de los años 60’.

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Para muchos, ciñéndose a la cronología de los hechos, Muhammad Ali está a la vanguardia de los movimientos por los derechos civiles en los Estados Unidos. Él antes que Martin Luther King, por ejemplo, es el que se manifiesta contra la guerra de Vietnam. Y cuando pierde sus campeonatos mundiales y su licencia para boxear por negarse a a pelar en la guerra de Vietnam, sus argumentos en su defensa fueron tan extraordinarios que hoy en día siguen vigentes. “No tengo que ir a matar gente de Vietcom que está del otro lado del mundo, no me han hecho nada, absolutamente nada. No tengo que ir a pelear con ellos, si aquí en mi país los negros siguen siendo discriminados”. Porque, además, hemos de recordar que los 60 fueron también los años del más cruel y cruento racismo.

En su momento, Muhammad Alí fue condenado, castigado, y en algunos casos hasta desprestigiado. Sin embrago, terminó recibiendo las mayores condecoraciones que pueden honrar a un ciudadano común –civil-en los Estados Unidos. Condecorado por el Congreso, condecorado por la Casa Blanca. Hasta gente que podría encontrarse entre sus adversarios naturales, como el presidente Ronald Regan, le rendieron tributo y admiración.

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Desde la primera vez que lo vi peleando contra Sonny Liston, en la Cabalgata Deportiva Gillette, cuando todavía se llamaba Cassius Marcellus Clay, gritando “Ese es un negro muy feo y yo soy un negro muy bonito y lo voy a noquear”. Desde ese entonces hasta su final tembloroso en Atlanta, Muhammad Ali ha sido parte de todas nuestras vidas.

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Cuando se va un hombre de esta categoría, de esta estatura, en realidad no se va, sencillamente entra de manera definitiva en la inmortalidad.

 

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