[sonido]https://soundcloud.com/6j86-producciones/barbie-y-su-verdadera-belleza[/sonido]
Según Platón, todo nuestro proceso de conocimiento se origina en un pasado remoto, porque las cosas que vemos las reconocemos e identificamos por un paradigma que las ha antecedido y que, de alguna manera, es una marca con la cual venimos al mundo. Es lo que explica en el famoso Mito de la Caverna: los hombres solo ven unas sombras de esos paradigmas que caminan a la luz del sol, allá afuera, en esa otra realidad.
Según esto, uno vive signado por los paradigmas. Así, por ejemplo, hay un paradigma de la belleza -muy helénico, por cierto, porque nos hemos dejado llevar más por la Venus de Milo que por las gordas venus prehistóricas encontradas en el África-. Ese patrón o paradigma occidental de la belleza, como todo, ha evolucionando con los tiempos. De aquellas mujeres voluptuosas de Rubens, por ejemplo, se llegó a un patrón cada vez más estilizado que coronó en la perfecta o ideal mujer moderna del siglo XX. Y ese es el paradigma de belleza que terminó encarnando la muñeca Barbie. Así es. La Barbie -ya con 57 años a cuestas- representó a la mujer norteamericana de esa segunda mitad del siglo XX. Ya después de las guerras, ya en tiempos de prosperidad, el paradigma de la belleza femenina para los estadounidenses fue esa mujer estilizada, frondosa de pechos, de piernas largas, cintura de avispa y una inmensa cabellera; y detalle no menor y sí muy importante: blanca, muy blanca.
La Barbie era la norteamericana convencional de aquellos tempranos 60. Vale decir, era la esposa –o, en este caso, la enamorada de Ken-. El hombre era el que trabajaba, ella se quedaba en casa o salía de compras, sin mayor perfil. Con el paso de los años, Barbie terminó saliendo de casa y fue adquiriendo oficios, profesiones, responsabilidades. Además de aeromoza también se hizo doctora, empezó a practicar deportes y creo que hasta le inventaron un traje de astronauta. Es decir, la realidad contrarió al principio platónico y empezó a cercar al paradigma.
En los 80, presionada por los cambios en la sociedad norteamericana, la Barbie se hizo negra y su cabellera se llenó de indomables rulitos. Y ahora, en esta segunda década del nuevo milenio, Barbie experimenta lo que para muchos es la gran revolución. O, mejor dicho, su derrota definitiva ante la realidad. Ya no es tan alta, puede, incluso, ser chaparrita. Ya no es perfecta, es decir, ya su trasero no es estilizado; ahora puede ser, literalmente, culona. Puede ser regordeta y hasta tener su barriguita. La realidad, pues, terminó por decir aquí estoy yo. El paradigma fue modificado y la Barbie se rindió.
Recuerdo una publicidad de hace unos cuantos años del jabón Dove. En el anuncio, en lugar de las habituales modelos maravillosas, como de otro mundo, ayudadas, de paso, por el photoshop, Dove buscó a mujeres normales, de las que conocemos, de las de todos los días. Así, en sostén y pantaletas, las presentó tal y como eran. Algunas un poco panzonas, otras con piernas no tan largas ni tan torneadas, con más o menos celulitis aquí y allá, con más o menos caderas, pero todas bellísimamente normales, maravillosamente normales, risueñas, pícaras, carcajeantes.
Esas son las mujeres de las cuales nos enamoramos en la vida real. Las que se convierten en nuestras compañeras, nuestras amigas, nuestras novias y esposas. Las mujeres que de verdad nos llenan de belleza y maravillas la cotidianidad.