Publicado en: El Cultural
Guillermo Cabrera Infante, uno de mis cubanos favoritos de todos los tiempos. ¡Tremendo tipo! Se había ido de Cuba hacía un montón de años y nosotros estábamos en ese momento en Miramar, La Habana, en casa de la mexicana y amiga Gloria López, Delegada de la UNESCO en América Latina, con sede en la capital cubana. Era una casa de protocolo a la que no le faltaba nada. Íbamos a comer con Alfredo Guevara, un dirigente de la cultura cubana —»el dueño del cine», lo llamaban los cubanos—, amigo también, que además había sido amigo íntimo de Guillermo Cabrera Infante en los tiempos de la resistencia antibatistiana.
En pleno almuerzo (estábamos Chus Visor, Luis Racionero, Gloria López, como anfitriona, Alfredo Guevara y yo), todo transcurría dentro de una conversación agradable y amistosa. De repente, tras la pasta espléndida que habíamos comido, Guevara me hizo una pregunta inesperada: «J. J., ¿cómo está Guillermo?». Me tomó de sorpresa, pero le dije que estaba muy bien, muy jovial y escribiendo. «¿Tú sabes?», añadió, «se comportó como un héroe«. Sobre la mesa no se oía ni el vuelo de una mosca. Todos estábamos expectantes, a la espera de la historia. «En tiempos de Batista», contó Guevara, «los esbirros de la policía estaban todos buscando a Fidel, y el único que sabía dónde estaba era Guillermo. Lo detuvieron, lo encerraron varios días y lo torturaron. No soltó ni una palabra, no les dijo nada. Sí, se portó como un héroe», concluyó ante el silencio de todos. He ahí al hombre desconocido: el valiente, el leal.
Anelio Rodríguez Concepción me contó que, durante una visita a la isla de La Palma, Cabrera le había relatado el instante en que se dio cuenta de quién era Fidel Castro. «Estaba palpándose los bolsillos de la guerrera, buscando un tabaco que no tenía», dijo Cabrera. «Comandante, si quiere un tabaco, le doy el mío», invitó Cabrera. Castro se lo quitó de la mano, lo encendió, le dio tres chupadas, lo aplastó para apagarlo en el cenicero (cosa que jamás hace un fumador de tabacos) y se despidió de la reunión.
En uno de sus últimos libros, Cabrera relata que estaba en la habitación de Fidel Castro, en un hotel de Punta del Este, Uruguay, donde se celebraba una reunión de la Tricontinental. Castro esperaba ansiosamente una llamada telefónica de Raúl desde La Habana. Parecía sumamente importante. Cuando la recibió le dieron malas noticias: uno de sus proyectos, Cabrera no sabía cuál, había sido rechazado. Entonces, al colgar el aparato, comenzó a dar patadas a los muebles de su habitación, rompió dos o tres lámparas, levantó la cama y la volcó, tiró dos o tres botellas y vasos al suelo y se deshizo en maldiciones. Cuando salió Guillermo de la habitación, tomó la decisión de marcharse a Europa y no regresar a vivir jamás a la Cuba que estaba organizando aquel Zeus tonante, abusador, dictador y criminal.
Con Guevara, Cabrera se peleó para siempre. Escribió un relato titulado «La culpa fue del cha-cha-cha», muy bueno, que era en cierto sentido un ajuste de cuentas con el recuerdo de la amistad perdida en La Habana y un espejo de aquella memoria que había escrito ya en Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, sus dos mejores novelas. En las dos refleja y retrata en palabras, como si fuera su amigo el gran fotógrafo Jesse Hernández, una Habana que había sido sacrificada a las ruinas por el Nerón monstruoso de Birán. Una Habana que los cubanos de las nuevas generaciones siguen leyendo hasta hoy, para recordar lo que no conocieron y conectarla con un hipotético futuro de libertad y justicia.
A Guillermo le echaron encima el alias de «el gusano» y él decía que era un gusano que se había convertido en mariposa. Entre unos y otros, lo sacaron de los relumbrones del «boom», al que debía haber pertenecido por derechito literario (ahí estaban ya sus Tres tristes tigres) y le echaron encima el juicio sumarísimo de reo de paranoia extrema que tenía constantes ataques de «delirios de persecución».
La leyenda dice que Cabrera guardaba al otro lado de donde vivía en la ciudad de Londres, en Gloucester Road, en un sótano secreto todos los originales de sus obras, los editados y publicados y los otros, los que iba escribiendo para publicarlos. El G2, y su jefe, el insaciable Ramiro Valdés, no dejó de perseguirlo, acosarlo y acuciarlo. Cabrera vivió con ese peso constante toda su vida, y con el ostracismo y el intento de marginalidad a los que lo habían condenado la propaganda política del castrismo en toda Europa. Sufrió mucho, pero aguantó los tratamientos médicos con paciencia. Siguió respirando libre, escribiendo, viendo cine y fumando tabacos. Yo mismo le mandé hacer una liga de tabaco palmero y cubano bautizada como «Cabrera 1»: cien tabacos reales de buena vitola y caja de madera de cedro que Cabrera recibió de mis manos en el Hotel Wellington de Madrid. A Miriam Gómez le traje de Ecuador un panamá perfecto para ella, que lo recibió con júbilo de adolescente. De todo esto, Cabrera sacó conclusiones con juegos de palabras que eran de lo más divertido. Como aquel que surgió de su cabeza cuando lo del «delirio de persecución» cobró una dimensión insospechada y universal. «No hay delirio de persecución allí donde la persecución es un delirio», dijo Cabrera. Ahí tienes dos tazas, Fidel, tómate la que quieras. ¡Tremendo tipo, Cabrera Infante, mi amigo, el escritor, el hombre!