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No queremos envejecer por nada del mundo. Recitaba a Rubén Darío: Juventud divino tesoro que te vas para no volver. Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer. ¿Por qué esa maravilla de la juventud nos la van a quitar? Claro, esa añoranza por la juventud nos entra cuando ya hemos vivido bastante, cuando la piel se nos empieza arrugar, cuando ya no somos los mismos. Quisiéramos ser jóvenes, pero quisiéramos ser jóvenes con todo lo que ya sabemos de adultos. Un joven a los 18-20 años puede quizá tener mucha potencia en el cuerpo a cuerpo con una fémina. Pero… le falta experiencia y comete cada torpeza. Así que, cuarenta años después, uno se dice: cómo pudiera yo tener esa potencia añorada, pero eso sí, atención, con todo lo que he sabido, todo lo que he aprendido y todo lo que he vivido. Otros le agregan, bueno me encantaría tener la juventud de los 20, pero con la chequera de los 50, que también tiene, por supuesto, sus ventajas.
Algo así, evidentemente es lo que debió pensar Ponce de León quien, enamorado de una joven india boricua, no hallaba qué hacer para recuperar su vigor o el pingor -como suelen decir en el Caribe-. Así que, seducido por esas fuentes de la juventud que estarían por la Península de la Florida, el señor Ponce de León, ya con sus años a cuestas, empezó a conquistar esas tierras y, según dicen, dado que era zona de pantanos, en cuanta charca veía se lanzaba de cabeza, no fuera a ser que allí estuviese la fuente de la eterna juventud. Tal cosa es narrada magníficamente en uno de los libros que recuerdo siempre con más cariño -uno de los libros que más he regalado-: “La biografía del Caribe”, del colombiano Germán Arciniegas.
¿Se llega a la fuente de la juventud alguna vez en la vida? Parece que no, parece que el destino es envejecer. Leo una crónica de Virginia Hughes de la BBC bajo el titulo: “Las niñas que nunca envejecen”. Y tiene que ver con la teoría de Richard Walker, autor del libro “Why we age”, ¿Por qué envejecemos?
Dice que se ha dedicado buena parte de su vida a estudiar el envejecimiento. Tuvo un día una revelación muy importante. La noche del 23 de octubre de 2005.
Walker estaba trabajando en la oficina de su casa cuando su esposa lo llamó para que viera lo que estaban presentando en televisión: el caso de una joven que parecía estar «congelada en el tiempo».
Walker no podía creer lo que estaba viendo. Brooke Greenberg tenía 12 años, pero sólo pesaba 6 kilos y medía 69 centímetros. Los médicos no habían visto nada parecido a su enfermedad y sospechaban que la causa era una mutación genética aleatoria.
«Ella, literalmente, es la fuente de la juventud», decía Howard Greenberg, su padre.
Brooke había nacido prematura, con muchos defectos congénitos. Su pediatra la etiquetó con el síndrome X, por no saber cómo más llamarlo.
Walker quedó intrigado de inmediato. La niña tenía una enfermedad genética que detuvo su desarrollo y, con eso, sospechaba Walker, el proceso de envejecimiento. Ella podía ayudarlo a probar su teoría.
Envejecemos, sencillamente, porque no hay nada que le diga al organismo que pare de envejecer, que no siga creciendo, que no siga acumulando años.
No tenemos un «interruptor de parada» para el desarrollo, dice Walker, así que seguimos añadiéndole ladrillos a la casa. A la larga, los cimientos no pueden sostener las adiciones y la casa colapsa. Esto, señala Walker, es el envejecimiento.
El envejecimiento se define generalmente como la acumulación lenta de daños en nuestras células, órganos y tejidos, lo que provoca en última instancia las transformaciones físicas que todos reconocemos en las personas de edad avanzada.
Ahora, pongamos que Walker logra confirmar su teoría y sobre todo la lleva a la práctica y detiene el envejecimiento. ¿En qué año de envejecimiento quiere usted detenerse? ¿Qué quiere recuperar? ¿Qué quiere usted hacer con el resto de la vida? Es decir, ¿usted podrá llegar a vivir más que Matusalén, y eso sí, sin haber envejecido?
Leí no hace mucho, no recuerdo el autor, unos versos que me impactaron. “Cada vez que veo mis manos son menos mis manos y más las manos de mi padre”. Me ocurre a mí que mientras lo digo veo mis manos y, en efecto, no son las manos mías, son las de mi papá. Yo envejezco, así como él envejeció y murió. ¿Y si yo quisiera quedarme con las manos de mi hijo, digamos de 32, o mi hijo de 23 años, qué pasaría? Llegaría un momento en que chocaríamos todos. ¿No es mejor estar aquí el tiempo indicado y después partir?
Si usted no está de acuerdo con ello, y quiere, así como Ponce de León, zambullirse en cuanta charca de la juventud encuentre, y, además, de acuerdo con el científico Walker, detener el envejecimiento, le recomiendo que busque el artículo: “Las niñas que nunca envejecen” de Virginia Hughes en la BBC. Si no, pues, sencillamente siga viviendo día a día hasta que ya no le quede más.
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