Por: Irene Vallejo
Vivimos tiempos contradictorios, en los que nos abruman con datos catastróficos pero a la vez nos reclaman confianza. En realidad, se nos pide esperanza, que siempre es ambigua, mezcla de conciencia del error con la ilusión de una mejora, edificada sobre la duda y sobre las carencias percibidas. Estos claroscuros los conoció el poeta griego Esquilo. Vivió una época de pugna entre dos bandos que escindían la joven democracia ateniense. En sus obras teatrales, los personajes sufren para llegar a aprender que toda armonía es siempre el resultado de una fuerte tensión. Esquilo creía que, pese a tantos intentos fallidos, es posible reconciliar autoridad y comprensión, poder y libertad, y por eso las suyas son tragedias abiertas al optimismo.
Veinticinco siglos después, Albert Camus, otro autor dividido entre vitalidad y pesimismo, se inspiró en el mito de Sísifo para exponer cómo el verdadero espíritu de lucha se niega a ceder a la desilusión. Sin creer en el triunfo completo de las grandes aspiraciones, proponía trabajar por ellas. Defendía que deberíamos ser capaces de reconocer el mal en toda su fuerza destructiva pero, a falta de la seguridad definitiva, actuar como si pudiera ser derrotado. El respeto hacia uno mismo, pensaba, crece en el esfuerzo de aceptar primero, y luego transformar, las verdades dolorosas. También nosotros necesitamos alguna forma lúcida de ser optimistas. El pesimismo trágico tendrá que esperar a tiempos mejores.