Idolatrada - Soledad Morillo Belloso

Idolatrada – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

«Yo no solo soy mexicana; tengo alma de mariachi», le dijo a un torpe e impertinente periodista que le preguntó si a partir de su nuevo matrimonio se convertiría en francesa.

Fue, a no dudarlo, esa mujer que caminó dejando huella en donde estuvo o fue vista.

47 películas. Ninguna en Hollywood, porque nunca le interesó «irles a hacer una papelito por ahí de nativa…». Al fin y al cabo, México, Argentina y Europa se rendían a sus pies.

Si ella usaba sombrero, si calzaba tacones gruesos, si se peinaba de tal o cual forma, si mostraba nuevos escotes, pues ahí iban las mujeres del mundo a copiarla. Balenciaga, Vivier y Saint Laurent dejaban lo que estuvieran haciendo por vestirla. Cartier  complacía su excéntrico gusto en joyas.

“Audrey Hepburn, Sophia Loren, Grace Kelly y yo», respondió cuándo le preguntaron quiénes eran las mujeres más elegantes del mundo. «Las cuatro  sabemos que nunca hay que enseñar de más… ni de menos».

Dirán algunos que fue arrogante. Tonterías. Voces  de la envidia. Lo de ella fue una personalidad y una belleza enigmáticas distanciadas de lo prosaico.

¿Cuántos se prendaron de ella y le juraron amor eterno? Muchos. Solo a algunos les creyó y ante ninguno se rindió. Los hombres de su vida pretendieron poseerla. Oh, esfuerzo inútil. «Dos hombres me abandonaron no porque quisieron sino porque murieron», dijo refiriéndose a Jorge Negrete y Alex Berger, esos dos hombres de quienes enviudó.

No cantaba pero su voz era especial, sublime. Su tono, si volumen, su modulación, su expresión. Renoir decía que cada frase de ella se convertía en un susurro que se colaba por los entresijos del alma.  Aún hoy intentan imitarla. Y no, no se puede. Hay cosas que no admiten copia.

El Indio Fernández decía que ella transformaba cada papel que hacía en una pieza de arte. Que sentía lástima por quienes intentaran interpretar otra vez algún personaje que ella hubiera hecho, porque jamás lograrían hacerlo bien.

Para el mundo entero, Doña Bárbara es ella. Y Mesalina es ella, y también La Bella Otero. Es la María Ángela Valdivia de «El Peñón de las Ánimas». Y es la mujer de cada uno de los papeles que interpretó. Ella no era una excelente actriz. Ella se volvía esa mujer y nos la ponía frente a nuestros sentidos.

Criticada, vilipendiada, aplaudida y, sobre todo,  envidiada. Ella no rompió moldes. Fue un nuevo paradigma. Nunca pretendió dictar cátedra pero nunca le permitió imposiciones a nadie. Ella fue mucho más que un paradigma. Benditos sean sus padres que la hicieron.

Tuve la suerte de verla de cerca, trajeada entera de cuero y con sombrero de ala caminando con pie firme  por esa calle del 16° en París rumbo al café donde cada tarde acudía. Para entonces tendría unos sesenta y nueve años. Y era imponente. Parecía una escultura al que algún dios  hubiera dado vida.

Creo haber visto todas sus películas. Y con gusto las volvería a ver. Harían bien los que hoy se impresionan con tantas mujeres   plásticas y carentes de clase y elegancia en ver esos films.

Murió en abril de 2002, a los 88 años. No me cuesta imaginar que en el más allá la recibieron los hombres que la amaron. De ellos dijo: «Ninguno me sobró… hasta que me sobró».

Y en ese jardín de nubes que es el más allá, el ronquito seguro la recibió con «…Amores habrás tenido muchos amores, María Bonita, María del alma. Pero ninguno tan bueno ni tan honrado como el que hiciste que en mí brotara. Lo traigo lleno de flores para dejarlo como una ofrenda bajo tus plantas. Recíbelo emocionada y júrame que no mientes porque te sientes idolatrada…»
Sí, idolatrada. María Félix.

 

 

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