Soledad Morillo Belloso

Los besos – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Los besos son un idioma sin reglas, una música que se toca con los labios y se escucha con el alma. Son el primer lenguaje que aprendemos antes de hablar, antes de escribir, antes de comprender el amor. Como el vapor que sube de una olla en la cocina: tibios, envolventes, plenos de memoria. Hay tantos como personas besando, porque cada uno es una invención, una forma de decir “te siento” sin palabras. Cada beso tiene su acento, su ritmo, su modo.

Pueden ser suspiros detenidos, caricias suspendidas, promesas que se derriten como mantequilla sobre pan caliente. Algunos saben a fruta madura, a sal de mar en la piel. Se dan en la penumbra, entre jazmines y sonidos lejanos de radios encendidas. En cocinas donde se revuelve el guiso y se prueba la salsa con el dedo. En plazas con heladeros y niños corriendo. En universidades entre libros abiertos y utopías compartidas. En madrugadas, mientras el mundo duerme y el alma se despereza.

Hay besos que llegan con la urgencia de quien regresa de la guerra, y otros que se ofrecen como café en la mañana: con pausa, con ternura, con el deseo de que el otro se quede. Se dan en la frente como bendición, en la mejilla como saludo, en la boca como estremecimiento. Son refugio, altar, trinchera. Algunos curan, otros duelen, muchos enseñan a esperar. Se entregan con los ojos cerrados, como quien se lanza al abismo confiando en que el otro será red.

Están los de madre, que huelen a talco y promesa. Los de abuela, que saben a caramelo y a bendición. Los de amigos, como hamacas que sostienen sin exigir. Los de amantes, que son selva, vértigo, pasión. Y los que no se dieron, que flotan como cometas sin hilo, esperando ser reclamados. También cuentan. Porque el deseo de besar es ya una forma de ternura. Algunos se guardan en la nuca, en la espalda, en la comisura. Vuelven en sueños, como ecos de algo que no terminó.

Un beso puede durar un segundo o toda la vida. Ser prólogo o epílogo. Bienvenida, despedida, tregua. Hay besos que el cuerpo recuerda aunque la mente los haya olvidado. Porque la piel tiene su propio archivo de afectos, su glosario de temblores. Algunos se esconden como semillas, esperando la lluvia de un reencuentro.

Besarse es un acto vital. Es decirle al mundo: “aquí hay afecto, aquí hay pausa, aquí hay necesidad de sensación”. Es aplaudir la lentitud, la diferencia, la comunión. Convertir la piel en altar, la boca en ofrenda, el tiempo en abrazo. Detener el reloj y decir: “En este instante, todo está bien”. Hacer del cuerpo un refugio, del roce una plegaria, del instante una eternidad.

En poesía, los besos son temblores que hablan, silencios que arden, gestos que condensan el universo en un roce. Metáfora viva, símbolo de comunión, deseo, despedida. Pueden oler a albahaca, a papel viejo, a lluvia sobre tierra caliente. Sonar como suspiro largo, crujir de hoja seca, eco de canción lenta en la madrugada. Sentirse como primer sorbo de vino, brisa que entra por la ventana, roce de hamaca en la siesta.

Algunos se quedan tatuados en la memoria como el olor del primer hogar, como la canción que nos salvó sin saberlo. No fueron solo roce de labios, sino estremecimiento de alma, vértice donde el mundo se detuvo. Viven en la comisura de una sonrisa, en la piel que recuerda aunque la mente quiera esquivar. Tienen sabor a dulzura, a lluvia caliente, a chocolate derretido en taza de porcelana.

Y hay otros que no ameritan recuerdo. Dados por costumbre, por protocolo, por prisa. Insípidos, irrelevantes. Sin huella ni eco, como sombra sin cuerpo, saludo sin alma. No fueron altar ni refugio, sino trámite, gesto vacío, roce sin temblor. No dolieron, no curaron, no cantaron. Como cucharadas de sopa tibia sin sal: suficientes para llenar, pero no para quedarse.

La memoria, que es selectiva y sensorial, guarda lo que fue liturgia, lo que tuvo aroma, ritmo, vértigo. Y deja ir lo que no se atrevió a ser poema.

Cada beso es un instante irrepetible. En poesía, se convierte en fuego que no quema, agua que no moja, tiempo que no pasa. Es el punto donde el reloj se detiene y el alma se asoma. Hay besos que no se dan con los labios, sino con la mirada, la voz, la espera. La poesía los nombra como presencias sutiles, caricias que no tocan pero abrazan. Susurros que flotan en el aire, aromas que se cuelan por la ventana, canciones que se cantan sin voz.

Los besos no envejecen. No se arrugan, no se oxidan, no se vencen. Un beso dado hace décadas puede seguir latiendo en la comisura de una sonrisa, en la piel que recuerda aunque la mente haya partido. No tienen edad ni fecha de caducidad, porque no pertenecen al tiempo, sino al temblor. Son como semillas que germinan en la memoria, como ecos que se repiten en la piel cuando el cuerpo se estremece ante otro roce parecido.

Un beso puede sobrevivir al olvido, al silencio, al exilio. Puede cruzar océanos, resistir mudanzas, acompañar duelos. Hay besos que aún huelen. Besos dados en cocinas, en plazas, en estaciones de tren, que todavía se escuchan como sinfonía en la penumbra. No envejecen porque no se guardan en relojes, sino en la piel. No se archivan en calendarios, sino en el alma. Y cuando vuelven —en sueños, en música, en aromas— no regresan como recuerdo, sino como presencia. Porque un beso verdadero no se gasta, no se borra, no se pierde. Se queda vibrando en algún rincón del cuerpo, como una luz tibia que no se apaga.

Cada beso es texto sensorial, sobremesa compartida, canción que se canta con los labios y se escucha con el alma. Son ritos sagrados. Se sirven como desayuno en domingo, con chocolate caliente y pan de horno. Se escuchan como bolero en plaza, como susurro en radio, como poema leído en voz baja. Son temblor de hoja al viento, calor que queda en la taza después del último sorbo.

Besar es escribir con la boca. Narrar sin tinta, sin papel, sin micrófono. Decir “te quiero” con la piel, “te honro” con la boca húmeda, “te espero” con el estremecimiento. Y en ese gesto, breve y eterno, cabe el mundo entero. Porque en cada beso hay una hoguera encendida, una felicidad secreta, una memoria que se despierta. Y cuando dos bocas se encuentran, el universo se detiene a escuchar.

Nunca es temprano ni tarde para un beso. El beso acude cuando el alma lo llama, cuando la piel lo presiente, cuando el cuerpo lo precisa. Nunca sobra un beso. Nunca sobra porque siempre hay algo que decir sin palabras. Y a veces, lo que no se dice con la boca, se dice con la boca.

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