Publicado en elconfidencial.com
Por: Alicia Hernández
La falta de medicamentos y donación de órganos en su país natal, llevó a una madre venezolana a emigrar a España para salvar a su hija de una muerte segura.
Yo voy a tener una vida normal”. Su juventud no resta firmeza a Federica. Responde estoica al médico del hospital madrileño La Paz que le acaba de decir que entre sus colegas bromean con que su caso era el único donde hay un solo paciente y un 200% de posibilidad de mortalidad. Al lado, su madre, Adriana, reprocha al facultativo: entendía que donar parte del hígado a su hija significaba que las dos podían morir, pero no le parecía acertado el comentario. Federica se sacude de encima riesgos, consecuencias, el mal augurio de caja de madera de pino. Ella solo quiere saber cuánto tardará en regresar al instituto después de que le hagan el transplante. Es agosto de 2015.
Federica tiene casi 17 años. Con 12, los médicos le dijeron que ya era candidata a trasplante. Con 15, le daban dos años de límite. En ese plazo y sin un hígado nuevo, sufriría un “cáncer hepático intratable con resultado de muerte”. Hay términos médicos tan asépticos como atroces.
Compartimento hepático: la enfermedad
Casi un año antes, en septiembre de 2014, Adriana Bertorelli pide disculpas por el desorden en su casa, un espacio coqueto, iluminado por el sol cálido del Caribe, arrullado con el sonido de las guacamayas que sobrevuelan el cielo caraqueño. Cristalería, cuadros, marcos, enseres de cocina, una hermosa colección de cajas de lata atesorada en años. Una vida marcada con pequeñas etiquetas blancas con un precio en bolívares. Los libros, lo que más cuesta dejar, consiguió venderlos completos a una conocida librería del mundillo literato-social de Caracas.
Es sábado y se acerca la hora de almorzar, pero Federica aún no se ha despertado. Quien desconozca el motivo, pensará que Adriana es una madre venezolana muy moderna, o muy permisiva o muy dejada, y que Federica no es sino una adolescente más que a sus rebeldes 15 años salió el viernes por la noche y se pasó de copas. Pero en esta casa no se consume alcohol. Aunque Federica tiene el hígado a punto de la cirrosis, como si hubiera empezado a beber desde el vientre materno. Cuando sale de la habitación, pasea su cuerpo amarillento, hinchado, grande -es más alta que su madre-, lleno de rasguños, por entre los enseres a medio empaquetar y los recuerdos que ocuparán un espacio en otras nuevas vidas. Está muy cansada, sigue con sueño y sin hambre.
Colestasis familiar intrahépatica. Un diagnóstico que aparece tras unos primeros síntomas a los tres años, unas plaquetas muy bajas, la diagnosis fallida de leucemia a los nueve años. Dos hepatólogos infantiles, muchos años, muchas salas de espera. Una jerga médica que esconde un hígado destrozado, que no segrega ácidos biliares, que no procesa, merma en la agilidad mental y verbal, la piel y los ojos amarillos, y un prurito que nace desde dentro y que fuera deja marcado el cuerpo de Federica. Porque, aunque se contenga, es tan salvaje que por la noche, inconsciente, no puede evitar rascarse y dejarse las piernas como si hubiera peleado con todos los gatos de un callejón.
Ambas tienen pasaporte italiano, así que Italia era el primera opción, junto con España, “porque es el primer país en donación de órganos”. El pasado 15 de febrero, se llegó al trasplante 100.000 en España, desde que se realizara una primera operación de este tipo en 1965. Solo en 2015, se realizaron 4.800.
Compartimento esplénico: un país sin donantes
La única solución que ofrecían los médicos a Federica era realizarse lo antes posible un trasplante de hígado. En Venezuela, pensar en un trasplante de cadáver a vivo en 2013 era una gesta heroica. Supersticiones como que quien recibe un órgano recibe a su vez las características del donante, la creencia de que no se llegará a la paz eterna si no va el cuerpo completo en el ataúd o el miedo, se alimentan a su vez de la falta de información y dejan una escasa cultura de donación en Venezuela. Desde el año 2010, el promedio de transplantes de hígado es de siete al año en todo el país, y la mayoría son de donante vivo. Son datos de la Organización Nacional de Trasplante de Órganos y Tejidos (ONTV).
“En los últimos tres años, solo ha habido un trasplante de hígado de cadáver a vivo. Las características que se piden al donante son muchas y no hay garantía de que vaya a funcionar. Es más demandante que el riñón, que tiene criterios más flexibles y, si no funciona, tienes la ventaja de hacer diálisis”, explica la doctora Carmen Luisa Milanés, asesora médica de la ONTV.
‘Me voy con lo que tengo ahorrado y lo que saque de vender las cosas de la casa. Hace tiempo que el tratamiento de mi hija lo traigo de Italia y España, aquí no se consigue’
La donación de hígado es muy baja, pero hay otras más voluminosas, como la de riñones, que se han resentido en los últimos años. Para 2014, la ONTV maneja que hubo aproximadamente 54 donantes de riñones. Al observar el total por el índice universal de donantes por millón de habitantes, los resultados no son muy halagüeños. Si España tiene una media de 39,7 donantes por millón de habitantes, en Venezuela baja hasta 4,53 donantes por millón en 2012, “cuando en Latinoamérica la media es de siete por millón”, apunta Milanés.
En España, el tiempo medio de espera para un trasplante de hígado suele oscilar entre cuatro y cinco meses. En el país hay una red de 186 hospitales autorizados para la donación de órganos, 43 que realizan trasplantes y 10 de ellos con programas de trasplante infantil. En Venezuela no se puede calcular ese tiempo. Y las condiciones de las terapias intensivas de hospitales y clínicas dejan mucho que desear. “Se necesita soporte ventilador y personal. Puede que una terapia intensiva tenga 10 camas, pero solo cuatro funcionales. Tras la muerte encefálica, hay que tener una medidas mínimas para mantener el cadáver para que los órganos no se dañen: hidratación, la solución adecuada, vasodepresores, medicación”. A veces se tiene el órgano, pero hay problemas logísticos en los centros de trasplante. No hay cirujanos o faltan insumos en el quirófano o, incluso, luz. Esto puede suponer el traslado de un centro a otro y, con ello, el paso del tiempo en un proceso en el que se trabaja contrarreloj.
A todos estos problemas se suma la denuncia que hizo este mes de febrero el Instituto de Inmunología de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Es el único capacitado en Caracas para comprobar la compatibilidad entre órgano y receptor y no tienen las placas necesarias para hacer estas pruebas cruzadas. En 2016, un trasplante es un sueño más que improbable.
Había una solución, que Adriana fuera la donante. Pero tenía exceso de peso y debía bajar más de 30 kilos. No lo dudó. Se hizo una operación de balón gástrico. Dio resultado, pero el tiempo seguía en su contra. Perder todos los kilos necesarios requería de unos plazos que para Federica podían ser mortales. Le daban dos años de vida. Con su hablar calmado pero sin pausa, Adriana, de origen italiano, ojos grandes, sonrisa constante, decidió “agarrar sus corotos” e irse a cualquier sitio donde las posibilidades de vivir de Federica existieran.
Compartimento celiaco: ilegal sin sanidad
“Conseguí los pasajes de avión para las dos. Me voy con lo que tengo ahorrado y lo que saque de vender las cosas de la casa. Hace tiempo que el tratamiento de mi hija lo traigo de Italia y España, aquí no se consigue”. Esas palabras de septiembre de 2014 resuenan casi con nostalgia en la Venezuela de hoy, donde a duras penas se consiguen antialérgicos o paracetamol.
Unas semanas después de ese día, en octubre de 2014, ambas tomaban un avión para Madrid. Empezaba una lucha contra un tiempo de descuento incierto en el que Adriana debería encontrar trabajo mientras estiraba los 600 euros que llevaban en el bolsillo. Y una lucha aún más agobiante: la búsqueda de un órgano para Federica.
Ese curso no hubo escolarización para la joven. “La enseñanza es gratuita, pero los libros no. Cada uno cuesta alrededor de 40 euros, y no son 11 libros. El dinero que alguna gente me dio, lo usábamos para comida y medicamentos”. Frío y hambre se juntaban haciendo un nudo en el estómago que no se podía desenmarañar con los abrazos de familia de sangre. Por aquel entonces, Federica ya tenía una barriga que parecía de embarazada, estaba hinchada por todos lados, incluso en los pies le salieron michelines. Tenía los ojos del amarillo fosforescente de un marcador y cada vez estaba más y más cansada. Aun así, en varios centros de salud le dijeron que no la podían atender porque, a pesar de tener nacionalidad italiana, el pasaporte lo tenía vencido. Para renovar el documento de ambas, era necesaria la autorización del padre de Federica, separado de su madre cuando aún ella era pequeña.
«O sea, que tú vienes aquí para disfrutar de la salud española porque tu país no sirve para nada y porque Maduro no sirve para nada». «No elegí estar aquí». Federica, con 16 años. Federica en bata de hospital sale llorando de la sala de pruebas
El día de año nuevo de 2015 trajo un respiro: un trabajo para Adriana. Y con él, la posibilidad de irse a un modesto apartamento en Lavapiés. Y algo más importante: pagar una consulta privada para que un médico viera a su hija. “Me aprieto el cinturón, no me importa que no tenga muebles en la casa, pero que a mi muchacha me la vea alguien”. Porque la autorización del padre para el pasaporte seguía sin llegar.
Y la sanidad pública de Madrid seguía negándole una sola revisión. Hasta que alguien le comentó un pequeño detalle que en cada centro de salud se encargaron de omitir. Desde el 1 de septiembre de 2013, los extranjeros menores de 18 años residentes en España tienen derecho a asistencia sanitaria pública. Fue una trabajadora social la que le contó este pequeño entresijo administrativo a Adriana, y le hizo una advertencia, “si te dicen que no es así, insiste, y di que sabes que tu hija tiene derecho”.
Una primera enfermera siguió el guion esperado. “Su hija no tiene residencia legal, no podemos atenderla”. Adriana insistió, la enfermera le negó el acceso, tal cual le habían hecho antes en varios centros de salud. Adriana usó el “mi hija es menor, tiene derecho” y esa primera enfermera la derivó a otra que sí la atendió. Le dieron cita para el médico de cabecera, y la doctora, nada más entrar Federica por la puerta, solo con verla, dijo que tenía que irse a Urgencias. “Así sería el color marciano que mi hija tenía”.
La derivaron a la Fundación Jiménez Díaz. Mientras Adriana firma y firma papeles con la sección de trasplantes, un médico hace exámenes a Federica.
– «O sea, que tú te vienes aquí para disfrutar de la salud española porque tu país no sirve para nada y porque Maduro no sirve para nada».
– «No elegí estar aquí».
Federica, con 16 años. Federica en bata de hospital y con los pies semidesnudos que sale llorando de la sala de pruebas. Federica con el hígado casi muerto y el corazón en la boca. Y Adriana y su hija, que después de muchos más exámenes, informes, idas y venidas, consultas, escuchan “que esto no va sino a peor, que tu estado es crítico. Que te vas a ir apagando”. Y Adriana, de piedra. Y Federica, estoica: “Yo voy a tener una vida normal”.
Y el tiempo corriendo. Más horas en salas de espera, más “no tienes estatus legal en el país -«soy italiana, tengo el pasaporte vencido”-, hasta que en agosto de 2015 les dicen que la ponen en lista para esperar un órgano.
Un hígado que reposa en un cubo de hielo
El 6 de octubre, Federica estaba tan agotada que Adriana tuvo que ir a buscarla al instituto. Ese al que pudo entrar porque la directora se empeñó después de que en otros le dijeran que ya no había una plaza más libre. Un ring detuvo el reloj que corrió durante meses acelerado, sin control. Y todo quedó paralizado: el único juego de cama que tenía cada una, colgado en las puertas, secándose, las camas desnudas, con ropa de otra lavadora encima, los platos en el fregadero, la escoba en una esquina con lo barrido aún por recoger. Y el ring del teléfono que para.
– «Hay un órgano».
Como el destino a veces juega malas pasadas, salieron rápido y desconfiadas al hospital La Paz. “Nos dijeron que pueden llamar varias veces, que por cada órgano hay varios candidatos”. Fueron en un taxi, el primero que tomaron después de un año en Madrid. Y al llegar, a la niña la hicieron ducharse de nuevo, enjuagarse la boca, limpiarse la barriga con un jabón especial. Y Adriana no entendía nada, porque nadie le decía, entre las prisas, qué tipo de pruebas le iban a hacer a su hija. Hasta que vio que le trasfundían plaquetas.
– «¿Qué tipo de pruebas son esas?».
– «No, a ella no le vamos a hacer pruebas. Es al órgano».
– «¿Y ella?».
– «Ella ya va a quirófano. Le van a hacer el trasplante».
Como los nervios a veces juegan malas pasadas, a ellas les dio por reír. Y por hacerse un ‘selfie’ antes de despedirse.
Adriana es poeta. En Venezuela tiene un libro, ‘Música de Rockola’. Entre sus hojas, habla de amantes que se reparten en pedazos, corazones en cajas de cartón, corazones-cebolla, corazones muertos. Cuando aconsejó: “Jamás confíes en un corazón, que reposa en un cubo de hielo (…) Si ves un corazón en una hielera, huye: porque al primer descuido, pretenderá despojarte de esa vida que no tiene”… puede que jamás pensara que, precisamente en una hielera, aparecería la vida que Federica no tenía y necesitaba.
‘Paciente hepático terminal’. Terminal. Esa palabra que no puede ser la hija de uno, porque terminal es un señor mayor, calvo, que tose mucho
Esa nevera, pequeña, “que parecía iluminada con un chorro de luz desde el cielo”, llegó cinco horas después de que Federica entrara en quirófano. Saldría entubada e inconsciente 13 horas más tarde. En esas horas, sin nadie al lado, familiar, amigo, familiar de otro enfermo, psicólogo de ocasión, Adriana trató de leer. Pero las palabras no entraban. Entonces tomó la moleskine verde que siempre lleva consigo y se puso a escribir a la persona más importante para ella en ese momento, después de su hija:
“No sé quién eres tú, y no lo sabré nunca, pero te puedo decir dónde estarás ahora. Vas a tener mucha gente que te ama, te vas a reír siempre, vas a comer arepas, a conocer el Mar Caribe. En el momento en que yo he recibido la mejor llamada, tu familia ha recibido la peor. Te doy las gracias, querido donante. Me conmueve que tu familia haya sido tan generosa”.
Cuando Federica salió de terapia intensiva, reciben el primer informe escrito en España, un informe completo a cuatro páginas donde, sin necesidad de marcador amarillo, resaltan seis palabras: “Paciente hepático terminal. Cirrosis hepática terminal”.
Terminal. Esa palabra que no puede ser la hija de uno, porque terminal es un señor mayor, calvo, que tose mucho.
Una nueva maternidad
Es enero de 2016 y Adriana Bertorelli muestra orgullosa cada espacio de un coqueto apartamento de Lavapiés. La estantería que se va llenando de nuevos libros, los marcos comprados en el Rastro con fotos de su mamá, el sofá de Ikea recién comprado, la mesa-comedor-escritorio-estudio donde reposa el ordenador del que sale música de Vivaldi. Casi anochece en este lunes de atípico invierno madrileño. Pero Federica no está en casa. Sale. Sale todo lo que puede y le dejan las tareas del instituto. Su recuperación fue rápida, apenas duró tres semanas. El hígado empezó a funcionar enseguida y ha perdido 15 kilos, “está mamita [linda, flaca]”.
Y viviendo cosas que antes no. Y preguntando cosas para las que antes no había lugar, como los chicos, los condones, las drogas, el periodo, la universidad. Después de muchos años, Adriana se siente una mamá normal. Ahora su interés se centra, además de en aprender cada día de esta nueva forma de maternidad, en buscar cómo devolver el favor. “No lo voy a poder pagar nunca, pero quisiera ayudar a que la gente lo pase menos mal, que tenga información. Uno tiene que ser agradecido en la vida. Y yo le estaré siempre agradecida a España”.
Es la primera vez que piensa realmente en el futuro, en ser una abuela ‘hippie’ y viajar por el mundo. Antes el futuro eran papeles, carreras y cosas por resolver de cara a dos o tres meses.
– «¿Te arrepientes de haber dejado todo?».
– «No. Extraño Venezuela, pero es la mejor decisión de mi vida. Salvé a mi muchacha».
2 respuestas
La historia de federica y Adriana,movió todas mis fibras,vivimos una situación similar con mi sobrina de 20 años,a quien su corazón de la noche a la mañana, se le dañó, era una niña bella y sana,estudiante de arquitectura, pasó por cosas horribles, pero lo peor fué,todo lo que tuvo que pasar para que el Ministerio le diera el permiso para viajar a España, burocracia tras burocracia,al fin pudieron irse,pero ya era muy tarde,aterrizando,murió, no se pudo hacer nada.
Lamento muchísimo tu experiencia y la de tu familia, Cruz. Hay cosas que, simplemente, no tienen explicación alguna. Yo sé que si no nos veníamos un poco a lo loco como nos vinimos, tenía el tiempo en contra y estaba arriesgando la vida de mi hija. Recibe mi abrazo, nuestro abrazo, desde aquí.