Anatomía del ‘influencer’ virtual – Jorge Carrión

Publicado en: The New York Times

Por: Jorge Carrión

 

¿Qué es un “influencer” no humano? Es uno de los fenómenos que va a marcar la cultura digital de los próximos años.

Lil Miquela es una célebre influencer no humana que, en sus cuatro años de vida exclusivamente digital, ha acumulado tres millones de seguidores en Instagram. Forma parte del catálogo de la agencia estadounidense Virtual Humans, tal vez la representante de seres de ficción creados para redes sociales más importante del mundo, cuya competencia directa es la japonesa Aww Inc, que domina el mercado asiático. En plena pandemia ha nacido, generada por una inteligencia artificial, Mar.ia, la primera humana virtual mexicana. La tendencia es cada vez más global. Y más desafiante.

No cesa de aumentar el número de estudios de diseño que recurren a tecnologías de generación informática de imágenes, 3-D, realidad virtual y aprendizaje automático para alumbrar influencers no humanos. Es uno de los fenómenos que va a marcar la cultura, la mercadotecnia y quién sabe si también la política de esta tercera década del siglo. Nos obliga a considerar los derechos y las obligaciones de los avatares —de las criaturas virtuales— y de sus creadores o propietarios. Su alteración del mercado laboral, de las industrias creativas y de la propia ontología del creador de contenidos digitales.

Se conoce como “turkers” a los trabajadores que realizan las tareas que no pueden hacer los algoritmos. A medida que aumente el número de influencers no humanos que publiquen contenidos, sumen seguidores y atraigan la inversión de las marcas, se irá revelando con mayor claridad la auténtica naturaleza de los youtubers e instagramers humanos. Son turkers. Han sido figuras de transición. Un producto de las plataformas, de los mecanismos de la viralidad: la mano de obra gratuita o barata que ha llenado de fotos, vídeos, memes o textos la red, mientras los algoritmos y las marcas se preparaban para verter su propio contenido. Cada vez más, para lograrlo, serán innecesarios los intermediaros humanos.

La palabra “turker” fue acuñada en relación con Amazon Mechanical Turk, una web que pone en contacto a empresas con trabajadores autónomos, para que estos realicen, en condiciones laborales precarias, la moderación de contenidos violentos o las traducciones de textos que todavía no se pueden hacer de manera automatizada. Para el nombre de la empresa, Jeff Bezos y sus subordinados se inspiraron en uno de los mitos fundacionales de la inteligencia artificial: la famosa máquina de jugar a ajedrez que inventó Wolfgang von Kempelen a finales del siglo XVIII. Por su turbante, al autómata, que derrotó a decenas de personas durante décadas, se le conocía como El Turco.

Era una estafa: para asegurar su éxito había que colocar a un jugador genial en el interior de la estructura. Desde la nueva lógica algorítmica y viral, los influencers humanos son turkers, los jugadores de ajedrez que han movido las piezas del entretenimiento y las tendencias mientras la inteligencia artificial todavía no estaba suficientemente desarrollada como para hacerlo ella misma. Durante los próximos años, por tanto, los humanos virtuales irán ocupando espacios que hasta ahora eran exclusivos de creadores de contenidos humanos.

Los canales de Daniel Samper Ospina, Jaime Altozano o Ter —por citar tres ejemplos iberoamericanos— son extraordinarios y no están bajo amenaza. Los algoritmos tardarán décadas en poder competir en el campo de la sátira política o la crítica musical o arquitectónica. Pero ya pueden hacerlo en muchísimos otros, como el de la creación musical. Lil Miquela tiene en Spotify medio millón de oyentes mensuales, que han podido escuchar su canción Hard feelings tanto en inglés como en portugués o ruso. Y buena parte de la música que ofrece la plataforma ha sido compuesta por empresas de inteligencia artificial.

Como nos recuerda Marcus du Sautoy en Programados para crear. Cómo está aprendiendo a escribir, pintar y pensar la inteligencia artificial, Spotify ha contratado como director de su Creator Technology Research Lab a François Pachet, uno de los pioneros de la música electrónica compuesta por redes neuronales: “¿Cuánto falta para que las canciones que escuchamos sean elaboradas a medida para nosotros por un algoritmo?”, se pregunta.

Si la música empieza a poder prescindir de compositores e intérpretes de nuestra especie, tiene sentido preguntarse en cuánto tiempo los deportes electrónicos, o e-sports, dejarán de necesitar a los jugadores humanos o los libros, de traductores de carne y hueso. Pero la primera gran irrupción de talento digital muy probablemente se dé en la generación de los contenidos más simples, como las coreografías de TikTok, los tutoriales de maquillaje o la exhibición de ropa y artículos de lujo. En ese territorio los influencers virtuales muy pronto serán superiores a los humanos. Si no lo son ya.

Entre los youtubers que han conquistado la fama y se han vuelto millonarios —esa minoría que alienta el deseo del resto— es frecuente la ansiedad y la depresión. Las marcas están invirtiendo en influencers no humanos porque con ellos el control es absoluto, el riesgo se reduce a cero.

Si mi hipótesis es cierta y el nuevo sistema digital ha estimulado la autoexplotación de los youtubers, los instagramers o los tiktokeros mientras se diseñaban avatares que pudieran cumplir las mismas tareas, tal vez haya llegado el momento de la regulación sindical de las redes sociales, de exigir que sus trabajadores informales sean considerados como tales, de reclamar una redistribución de la enorme riqueza que han acumulado en un tiempo récord o de pedir, incluso, indemnizaciones o pensiones por jubilación anticipada. En paralelo, urge regular los derechos y los deberes de los humanos virtuales y las inteligencias artificiales, sus formas de ciudadanía, su dimensión legal y fiscal.

Pueden parecer debates de ciencia-ficción, pero son en realidad algunas las discusiones que exige nuestra época, para que esta realidad híbrida y pandémica donde vivimos no se acabe de hundir —definitivamente— en la distopía.

 

 

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