Béisbol y demografía – Ibsen Martínez

Publicado en El País

Por: Ibsen Martínez

En la integración de los afroamericanos, el deporte tuvo más visión histórica que la sociedad.                   ibsen-martinez-150x150

En 1955, un beisbolista puertorriqueño de 21 años, llamado Roberto Clemente, jugó su primer partido como jardinero derecho de los Piratas de Pittsburgh. En el equipo de 25 jugadores, además de Clemente, solo había otros tres latinoamericanos: el lanzador cubano Lino Galata Donoso, el jardinero y también boricua Ramón Mejías, y el guardabosques regiomontano Felipe Montemayor.

Aquel fue el año de Rosa Parks, la chica de color que fue a prisión por negarse a ceder su puesto en el autobús a un supremacista blanco de Montgomery, Alabama. El episodio dio comienzo al épico movimiento por los derechos civiles en los EE UU.

Sin embargo, ya siete años atrás, en 1948, el béisbol de grandes ligas había puesto fin a la segregación racial con el fichaje de un gran jugador, el sepia Jackie Robinson, como segunda base de los legendarios y hoy desaparecidos Dodgers de Brooklyn. Es un hecho singular el que, en lo tocante a integración de los afroamericanos, el pasatiempo nacional estadounidense haya tenido más visión histórica que el núcleo duro de la sociedad blanca, anglosajona y protestante de hace 60 años. Y es sugestivo que el modelo de esa integración racial haya sido el béisbol profesional mexicano.

En efecto, el esfuerzo bélico de EE UU durante la Segunda Guerra Mundial llamó a filas a muchos beisbolistas de aquel país y las Grandes Ligas experimentaron un fuerte bajón en su nivel de juego. Para colmo, todas las ligas profesionales estaban segregadas: las llamadas Ligas Negras contaban con grandes jugadores que también fueron llamados a filas.

Fue entonces cuando los hermanos Jorge y Bernardo Pasquel, polivalentes empresarios mexicanos y dueños de un gran equipo, los Azules de Veracruz, comenzaron a contratar talento excedentario, jugadores estadounidenses insatisfechos con sus salarios o abiertamente en paro, tanto afroamericanos como blancos caucásicos.

A estos últimos, no importaba cuán racistas fueran, no les quedaba, jugando en México, más camino que compartir banca, asientos de autobús y, en ocasiones, habitaciones de hotel con sus compatriotas negros. Lo mismo ocurría en Cuba, República Dominicana y Venezuela. La inyección de jugadores importados acrecentó el interés de las fanaticadas.

El béisbol mexicano y de la Cuenca del Caribe vivió entonces, económicamente hablando, una edad de oro y, como cabía esperar, los avispados dueños de equipos gringos quisieron replicar la experiencia. Paulatinamente, sin aguardar por el doctor Martin Luther King Jr., las Grandes Ligas se hicieron partidarias de la integración racial. Y esta última facilitó un significativo aporte de talento latino, mayoritariamente afrocaribeño, que hizo eclosión en los años sesenta.

Roberto Clemente murió trágicamente a fines de 1972, luego de 17 años con los Piratas. Para entonces, la nómina de latinos del equipo se había elevado a siete. Se llamaban Ramón, José, Víctor, Manuel, Franklin Crisóstomo y Jacinto. Cuente usted los piratas latinos de 2015: en una nónima de 25 hombres, se apellidan Bastardo, Palomo, Cervelli, Caminero, Felíz, Liriano, Nicasio, Díaz, Florimón, Álvarez, García, Polanco y Ramírez.

El 25% de los jugadores de la Gran Carpa son latinos, una rata mucho mayor que el casi 17% de hispanos en la población total de EE UU hoy día. En esta hubo un aumento del 43% en la última década: 50 millones y medio de almas de un total de 300 millones; serán 136 millones en 2050.

A partir de 2016, todos los 30 equipos de Grandes Ligas, siempre predictivos, han acordado contar con personal administrativo hispanohablante —no solo jugadores— las 24 horas del día.

Me pregunto qué piensa hacer Donald Trump al respecto de llegar a ocupar la Casa Blanca.

@ibsenmartinez

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