Desafiar internamente a un presidente en ejercicio que persigue su segundo período, asegura la derrota del partido
Publicado en: Infobae
Por: Héctor Schamis
En marzo de 1968 el presidente Lyndon Johnson abandonó su intención de ser reelecto. Ello como resultado de la primaria en New Hampshire, la primera en el ciclo electoral y que se interpreta como el mejor pronóstico. Su contendiente, el Senador McCarthy, había obtenido 40%, lo que además fue una invitación a Robert Kennedy para postularse.
La convención Demócrata en Chicago terminó en violencia. El partido de gobierno, dividido, nominó al vicepresidente Humphrey; siendo derrotado por Nixon, Republicano, ese noviembre.
Carter era presidente en 1980 cuando el Senador Edward Kennedy se lanzó a la contienda por la nominación. Sin haber obtenido un número suficiente de delegados en las primarias, no obstante llevó su causa hasta la convención en Nueva York. Y lo hizo agresivamente. Al concluir la convención y con el presidente ya oficialmente nominado, rechazó levantar su mano junto a la de Carter en la ceremonia de cierre; la imprescindible foto del ritual de la unidad.
La moraleja de estos episodios es una suerte de “ley de hierro” de la política en Estados Unidos: desafiar internamente a un presidente que persigue su segundo período, asegura la derrota del partido. De hecho, desde el siglo XIX ningún presidente en ejercicio logró su relección después de enfrentarse a un competidor interno por la nominación. Surge del sentido común del electorado, algo así como “si el presidente no gobierna su partido, es improbable que pueda gobernar la nación”.
Tiene toda lógica. Los rencores internos no se disipan en pocos días; las heridas narcisistas no suturan de la noche a la mañana. Todo ello afecta la cohesión de la campaña. La máquina electoral se traba en sentido vertical, la coherencia y la cadena de responsabilidades de la organización, y horizontal, su despliegue en la geografía electoral. Y si, no obstante, un partido llegara al poder en esas condiciones, el precio a pagar sería su capacidad de gobernar.
Es por ello incomprensible que no se entienda y asimile dicha “ley de hierro”. Si Biden está incapacitado para ejercer el cargo, sus síntomas han sido evidentes desde mucho antes del 27 de junio de 2024, fecha del debate. Quienes hoy le piden que renuncie, son los mismos que juraban que su salud era óptima. Y si es cierto que está clínicamente incapacitado, pues esta no es la manera de resolverlo. Ello para proteger la dignidad del presidente, la integridad de la institución presidencial y la estabilidad del sistema político.
No queda claro de dónde surgió tanta consternación repentina, transformada en estrategia política—según se vio en la reacción de tantos medios, hasta entonces aliados de Biden—la misma noche del debate. Decir que los donantes de la campaña iniciaron el éxodo político no agrega nada. Al igual que la prensa, ellos también se comportan con lógica de manada. Una tendencia no comienza con ellos, más bien termina en ellos.
Si todo lo anterior es parte de algún tipo de conspiración, Biden les subió el precio respondiendo como todo político de raza: aferrándose al poder, liderando con éxito la Cumbre de OTAN y la rueda de prensa posterior.
En política es sensato desconfiar de lo que se observa en la superficie, pues pocas cosas ocurren por generación espontánea. George Clooney no es más que un portavoz de fama, el firmante de una columna de opinión para masacrar al presidente. Los que verdaderamente saben de qué se trata, guardan silencio.
También saben que, con o sin Biden, esto hace a su partido virtualmente inelegible el próximo noviembre, según manda la ley de hierro. Como ocurrió con McCarthy y Ted Kennedy, la derrota es un precio que parecen muy dispuestos a pagar.