Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Mi cuenta de Spotify tiene una lista conformada por grandes canciones, en este caso en español, de las cuales hay más de una versión. Pues bien, el sábado en la noche estaba oyéndola y me topé con esta joya: https://bit.ly/33ogV75, “Amémonos”, un vals abolerado interpretado por Cuco Sánchez. ¡La belleza todavía existe! Una vida sin belleza sería insoportable. Ese instante fugaz en que tuve un encuentro inesperado con ella me indujo a escribir esta columna.
Como sucede a veces, la belleza de este vals/bolero es en gran parte aleatoria, o sea, producto de la buena suerte. La letra se extrajo de un poema de Manuel María Flores, poeta mexicano aventurero y romántico del siglo XIX, de quien no cabe pensar que haya sido rival de Rubén Darío, para decirlo con el debido cariño. El poema cayó en manos del compositor argentino Carlos Montbrun Ocampo —de nuevo, un músico exitoso en su tiempo, aquí y allá inspirado, pero lejos de los indispensables—. Él redujo el texto a por ahí la mitad y le puso la melodía que hoy escuchamos y que lo convirtió en el famosísimo vals, por mucho lo más recordado de su repertorio. Hay frases que todavía queman: “amar es… amar es llevar herido / con un dardo celeste el corazón”.
La belleza es impura, pues suele venir rodeada de ordinariez y vulgaridad, cuando no de un entorno insignificante, como en este caso. Con frecuencia se aparece mal acompañada: Degas, el pintor de aquellas vaporosas bailarinas, también le rezaba a la extrema derecha antisemita de su tiempo. Pasan las horas, los días, ¿las semanas?, sin belleza y de repente, ¡zuaz!, oye uno una canción inolvidable, se topa uno con un edificio de armonías sorprendentes, vislumbra un perfil memorable, ve uno un cuadro que le quema la retina. Claro, cualquiera sabe adónde salir a buscarla cuando le hace demasiada falta. ¿La quiere rezada? Pone a Bach. ¿La quiere sufrida? Pone a Beethoven. ¿La quiere regalada, casi dilapidada? Pone a Mozart. ¿La quiere llena de artificio y fanfarria? Pone a Tchaikovski. Y así, porque en esta materia sí que nunca se debe parar contar.
Abundan las vidas sin belleza. Uno ve pasar por la televisión al votante típico de Trump, un hombre o una mujer por lo general no tan joven, al menos en promedio, gordo, descalzurriado, vociferante, ni bonito ni bonita, más que todo blanco, y sospecha que en su vida debe haber poca belleza. No es fácil leer poesía, oír bella música y después salir a votar por un bárbaro de peluquín. Claro, ya me citarán excepciones. Son todavía más abundantes las que apuntan hacia el lado opuesto del espectro político, así haya muchos casos, como los de Roque Dalton o Mayakovski, que terminaron en tragedia.
Pero dejemos de mezclar peras con manzanas. La belleza y la política casi no tienen relación, entre otras cosas porque la primera es posible en los sitios más inesperados y da igual qué piensan sus creadores sobre algo tan prosaico como las formas de gobierno.
Alguna vez un niño malcriado llamado Arthur Rimbaud, quien prácticamente desde la infancia escribió versos de belleza imperecedera, dijo: “Una tarde senté a la belleza sobre mis rodillas. Y la hallé amarga. Entonces la injurié”. ¿Fue después cuando decidió irse a Etiopía a vender armas?
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