Por: Enrique Krauze
Nuestra democracia está muy lejos de alcanzar su triunfo histórico. Son muchas sus carencias. Pero entre todas, hay una muy arraigada: me refiero a la falta de una cultura democrática. Muchos repiten los valores que la constituyen pero pocos los ejercen: atención a las opiniones ajenas, civilidad en el trato, inclinación a escuchar para ser escuchado, respeto a las leyes, devoción a las instituciones, y la palabra que debería guiar cada acto, la palabra tolerancia.
En algunos periódicos, al pie de muchas columnas políticas, en blogues, ámbitos académicos, discusiones políticas, redes sociales, aparecen a veces los antivalores: la descalificación, la calumnia, los prejuicios, el deseo de imponer, no de convencer, no de convivir, no de dialogar.
¿Por qué persiste en México esta costumbre inquisitorial? Tengo una hipótesis. Porque quienes deberían ser los principales defensores de la libertad y la democracia las han olvidado.
Para ilustrar lo que creo, viene al caso recordar ciertos días cruciales de México y de mi generación. Miles, decenas de miles, por momentos centenares de miles de jóvenes estudiantes se manifestaban en las calles por la libertad. No protestaban sólo contra un mal gobierno (hay tantos en el mundo) sino contra un gobierno opresivo que cerraba periódicos, acallaba la radio, controlaba la televisión, daba golpes contra casas editoriales, corrompía el discurso público, acarreaba a las masas como ganado político, imperaba sobre los órganos electorales, fiscales, legislativos, judiciales; usaba y abusaba, como propiedad privada, de los bienes públicos. Y ¿cómo enfrentaba ese gobierno a los manifestantes? Los enfrentaba con tanques, con grupos armados que disparan a los civiles, con intimidaciones, encarcelamientos, secuestros. Con fuego. ¿Y a quien atribuía las protestas estudiantiles? A fuerzas oscuras que desde fuera conspiraban contra el país. ¿Estoy hablando de México 68? Sí, pero también estoy hablando de Venezuela 2014.
Quizá mi mayor timbre de orgullo fue haber participado en aquel movimiento que cambió para siempre la vida política de México. Con su pasión y su sacrificio, la generación estudiantil del 68 -estoy convencido- fue la precursora de las libertades políticas que (con todos sus defectos y limitaciones) hoy tenemos. Pero importa recordar que la hazaña de aquellos estudiantes, la hazaña del 68, fue también la hazaña de la izquierda mexicana. Fue esa izquierda la que cayó en Tlatelolco. Y fue esa izquierda la que sufrió prisiones y torturas. La izquierda de José Revueltas, la de Heberto Castillo, la de Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca; la izquierda de centenares de pensadores, escritores, maestros, estudiantes, periodistas, militantes, que luchaban por arrancar al gobierno una mínima voluntad de diálogo. A esa izquierda, a esos estudiantes, ese gobierno no les contestó con argumentos, les contestó con balas.
Hoy, lo digo con pesar, no pocos herederos de esa noble tradición intelectual y política de izquierda, han olvidado el valor de la libertad y defienden las acciones represoras de un gobierno, el venezolano, que tiene el tufo del de Díaz Ordaz.
Pero no son los únicos. También los gobiernos de la región latinoamericana permanecen callados. En Brasil, la joven Dilma Rousseff -la guerrillera torturada por los militares- ve con tristeza como Dilma Rousseff -la presidenta de Brasil- apoya a un régimen que reprime estudiantes.
Y en México, nuestro gobierno y nuestro Congreso guardan silencio. No se trata, en absoluto, de pedir la remoción o la caída del régimen. Ese cambio solo puede derivar de un proceso electoral. Pero se trata, eso sí, de pedir lo mismo que nosotros pedíamos en el modesto pliego del 68: diálogo, castigo a los represores, libertad a los presos políticos, respeto a la libertad de protesta, restitución plena de la libertad de expresión.
Si el continente latinoamericano permanece callado, cuánto honraría al Congreso de México un pronunciamiento por el diálogo, la libertad y la concordia en Venezuela. Sería una lección continental de libertad. Un peldaño más, un adjetivo menos, para nuestra democracia.
«No se trata, en absoluto, de pedir la remoción o la caída del régimen. Ese cambio solo puede derivar de un proceso electoral»
Fragmento del discurso pronunciado el 25 de febrero en la Cámara de Diputados, en el reconocimiento al ensayo «Por una democracia sin adjetivos», a treinta años de su publicación.