Por: Jean Maninat
Nadie quiere ser abstencionista. Es una mala palabra, la postura por años abominada –con toda razón– por quienes asumieron la ruta electoral, democrática y constitucional para cambiar de gobierno. Solo el sector más radical, dentro de los radicales de la oposición, se empeñaba en la abstinencia con cilicio electoral incluido. El otro, se subía y bajaba del autobús de acuerdo a su conveniencia, hizo que se perdieran un par de diputados, y le echaba la culpa a la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) de su propia precariedad política.
Nadie quiere ser abstencionista, es la tía que regresó del frío, a la que habíamos velado in absentia, seguros que se había extraviado para siempre en alguna cumbre helada y no volveríamos a verla nunca más. Pero de repente tocaron a la puerta, abrimos, y allí estaba ella, sana y salva, tan rozagante como cuando la vimos por última vez, allá por el 2005. ¡No hay que votar! Nos suelta, antes de que siquiera podamos fingir que nos alegramos de verla y pedirle la bendición.
Nadie quiere ser abstencionista, algunos prefieren esperar –resistiendo, seamos justos– a que las condiciones cambien con el apoyo de la comunidad internacional, obligando al régimen a garantizar unas reglas de juego democráticas y transparentes. Entonces sí participarían. Mientras tanto no llaman a la abstención, simplemente a no votar.
Otros han determinado que el llamado que hacen a no votar tampoco es abstencionismo, es más bien la decisión de no acudir a una convocatoria inconstitucional, y no lo harán, aseguran, hasta tanto lo que denominan una dictadura garantice llevar a cabo unos comicios totalmente democráticos y transparentes. Claro está, hay una estrategia: la del ya encontraremos una forma de lucha adecuada que no sea la electoral. (Ev’rywhere I hear the sound of marching, charging feet, boy).
Nadie quiere ser abstencionista, como antes nadie quería ser dialogante sino conversador, o negociador en República Dominicana. Gracias a ese temor de asumir las decisiones políticas con nombre y apellido –por tener el oído pendiente de los aullidos de la primera fila– se despilfarró el triunfo electoral de 2015 y hoy estamos en el peor de los escenarios, que ni el mismísimo Freddy Krueger pudo haber imaginado para aterrorizar políticamente a Elm Street.
Cada quien hará con su voto lo que le dé la gana: lo enterrará bajo un árbol para que retoñe cuando llueva la ocasión; lo enmarcará para lucirlo sobre el excusado de su baño como prueba de inconformidad irredenta; lo almacenará punzante entre sien y sien, hasta que tome la decisión que tantos llevan entre pecho y espalda. Nadie saldrá ileso de la disyuntiva “hamletiana”. ¿Votar o no votar?
La mañana siguiente de la votación, algunos irán a ofrecer ante el altar de sus deidades la depresión de sus depresiones, (salga sapo, salga rana); otros a defender los votos peleados en una contienda desigual. ¿Habrá oportunidad de encontrarse de nuevo? Seguramente. Pero ya habrá surgido el embrión de un recambio político en la oposición desde las bases de los partidos y la sociedad.
Mientras se dilucida qué fue primero: la gallina o el huevo de la abstención, desde esta columna barruntamos que es mejor votar, que otorgar. ¡Aquí no hay abstencionistas!