Por: Soledad Morillo Belloso
Salvo en las uniones de pareja, suelen ser muy perjudiciales los monopolios. De hecho, tanto lo son que en la mayoría de los países hay leyes para evitarlos. En Venezuela es totalmente al revés. El gobierno ha logrado hacerse de cuanto Dios crió: electricidad, telefonía, agua, aire, la mayoría de los terrenos y todo lo que está en el subsuelo. No contento con ello, se ha apropiado de empresas de diversa índole: la mitad de la industria bancaria, el oro, el hierro, la bauxita, el cemento. La lista de lo expropiado es tan larga y voluminosa que da grima y dentera. Ya había mucho Monopolismo de estado en Venezuela antes del arribo de la revolución del siglo XXI. Pero incluso lo que se había logrado des- monopolizar, este gobierno que ya lleva apoltronado en Miraflores desde 1999 lo re-monopolizó, para desgracia y perjuicio de las finanzas públicas y de los consumidores, quienes pasamos las negras y las maduras para conseguir productos y servicios y, además, pagamos fortunas a cambio de ínfima calidad.
El Monopolismo de la Corona Española fue una de las principales causas de las gestas independentistas de las provincias en ultramar. Las leyes de Indias prohibían el comercio entre ellas. Todo tenía que pasar a juro por la burocracia centralista de Madrid. Ello hizo que floreciera el contrabando, pues todas las normativas absurdas generan una reacción bajo la mesa. En aquellos tiempos de procesos de comunicación lentos, los criollos poco sabían que La Pepa comportaría una reforma sustancial de las leyes de Indias. Para completar, el lío coincidió con el pequeño detalle de las fuerzas napoleónicas invadiendo España. Como es de imaginar, se armó la de Dios es Cristo.
Doscientos años han pasado desde esos ayeres. Y hoy sistemas gubernamentales reproducen casi al calco el monopolismo de estado de aquella Corona Española. La Constitución habla sobre el federalismo y, sin embargo, tal cosa simplemente no existe en los hechos. Y, para más, se ha revertido el logro del proceso de descentralización. Las regiones identificadas como Estados son hoy colonias de Caracas, súbditas de una mentalidad de hace dos siglos.
En pocos Estados el asunto resulta tan reveladoramente aberrante como en Nueva Esparta. Su condición de insularidad, en tan anacrónico modelo concentrado y centralista, lejos de ofrecerle ventajas competitivas y comparativas, le resta oportunidades. Carece de todo sentido que este estado, donde vivo desde hace poco más de un año, no tenga autonomía operativa y financiera. Con razón -y esto que voy a escribir espelucará a muchos- los «ñeros» no encuentran beneficio alguno en formar parte de la República. A uno le puede sonar tal cosa un tanto extremo, pero plantear la autonomía – modelo Federalista en la realidad y no sólo como mero adorno en las páginas constitucionales- no es en lo absoluto descabellado. Nueva Esparta quiere y puede ser como Las Canarias o Las Baleares. Con conveniencias para nosotros los isleños y también para la República.
En los 70, cuando la creación del puerto libre, las islas tenían más o menos 120 mil habitantes. Hoy tiene unos 600 mil y llegó a tener una población flotante de turistas de unos dos millones al año. Su progreso y desarrollo fueron indudables. Pero desde hace ya varios años los progresos se han detenido. Para muestra el botón del último carnaval cuando la isla vio vacío el 40% de su disponibilidad hotelera. Ello no puede sorprender. El aislamiento por causa de las escasez de vuelos y transporte marítimo, sumado esto al notorio desabastecimiento de todo, desde lo elemental hasta aquello que el residente y el visitante buscan por necesidad o placer y simplemente no encuentran, ha hecho del paraíso un purgatorio.
Pero Nueva Esparta no sólo tiene talento y vocación para el turismo local y foráneo. Aquí es posible pensar y desarrollar otros sectores. Agricultura, pesca, sal, educación, salud. Se requiere sí poder tomar decisiones sin tener que hacerle antesala a ministros y funcionarios que están en Caracas. Es decir, autonomía federal.
Ojalá ahora que nos acercamos a elecciones parlamentarias estos temas, que son cruciales, deben estar en la palestra y el debate. No se puede vivir en el siglo XXI como en el XVIII o el XIX. Eso es, cuanto menos, torpe, tonto, improductivo y para nada democrático. El Monopolismo es un modo de pensar y hacer. Es descendiente directo del absolutismo. Hay que enfrentarlo.
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