Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
En el Prefacio a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Hegel observa que, desde su fundación, la filosofía ha corrido con “la mala suerte de que incluso aquellos que nunca se han ocupado de ella se imaginan y dicen comprender naturalmente los problemas que trata, y ser capaces, ayudados de una cultura ordinaria, y en especial de los sentimientos religiosos, de filosofar y juzgar en filosofía. Sólo para filosofar no se necesitaría ni estudio, ni aprendizaje, ni trabajo. Esta cómoda opinión ha encontrado en estos últimos tiempos su confirmación en la doctrina del saber inmediato, del saber intuitivo”. Son palabras importantes. Dan cuenta de los usos y abusos, las ligerezas y temeridades, de quienes, sin conocer el oficio, se lanzan, asistidos por la audacia del ignorante, a calificar de “filosofía” lo que a bien les resulte apropiado o conveniente. “La filosofía de la empresa”, dicen. “La filosofía” de este o aquel establecimiento de comida rápida, “mi filosofía” -¡vaya!-. No hace mucho, un personajillo -ciertamente repugnante- de esos que se figuran ser el poder encarnado, invocó la “filosofía de vida” sobre la cual se sustentarían nada menos que las bases del régimen gansteril que mantiene bajo secuestro a Venezuela desde comienzos del siglo XXI.
El solo hecho de imaginar que la procacidad sea confundida con una “filosofía de vida” no solo es en sí mismo una fantochada sino que, precisamente por eso, debería encender las alarmas de la preocupación. La Lebensphilosophie es cosa muy seria para ser confundida con malandritud. Llamar “filosofía” a todo tipo de saber o a cualquier tipo de percipitio abstractamente universalizada, enclavada en intuiciones traídas desde el ámbito de lo pre-supuesto o de “la infinita multitud de lo accidental”, es no comprender el quehacer propio de la filosofía y, por eso mismo, es permanecer en la cómoda lejanía respecto de la paciente labor del pensar en sentido enfático. De ahí que determinar su qué es implique, socráticamente, exponer lo que no es. Y, en efecto, la filosofía no es ni un trofeo ni un santo grial. Tampoco es un jarrón chino o un conjunto de frases rebuscadas y convertidas en sentenciosos dogmas. No es ni remotamente el ornamento que reviste, recubre, adorna -con cierto caché- “lo vano y fútil”. Por eso no es cosa de cortesanos y adulantes. El hombre, el mundo de los hombres, es el mundo de lo que los hombres piensan y, en consecuencia, su actividad y producción están contenidas y presentes en su modo de ser ético, cabe decir: religioso, moral y jurídico-político. La filosofía es la autoconciencia de la actividad sensitiva humana o, en otros términos, la teoría crítica del hacer del sí mismo: la teoría crítica de la sociedad.
Es verdad, como afirmara Gramsci, que en cuanto que poseedores de la potencia de pensar, “todos los hombres son ‘filósofos”, toda vez que esa suerte de “filosofía de todo el mundo” se haya presente de modo inmanente en el lenguaje -que es un conjunto de nociones y conceptos determinados y no sólo de palabras gramaticalmente vaciadas de contenido-, por lo que está presente en el sentido común y en el buen sentido, así como en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, prejuicios, modos de ver y actuar, que conforman, en general, lo que el pensador italiano define como el “folklore”. No obstante, esa premisa no es suficiente. De ahí que, un párrafo después, el propio Gramsci sostenga la necesidad de “pasar al segundo momento, al momento de la crítica y de la conciencia”. Y es que crear una nueva cultura, una nueva manera de ser y de pensar, pasa, de modo necesario, por superar tanto las formas disgregadas y ocasionales, presentes en una “concepción del mundo impuesta” -por la poderosa industria cultural del presente-, como la representación de que la filosofía es, exclusivamente, una labor de “grandes descubrimientos originales individuales”. Hacer filosofía es “elaborar la propia concepción del mundo consciente y críticamente, elegir la propia esfera de actividad, participar activamente en la producción de la historia del mundo, ser guía de uno mismo y no aceptar pasiva y supinamente que nuestra personalidad sea formada desde fuera”.
Cuando la filosofía se hace sierva de las presuposiciones, de la fe ciega y, en última instancia, de las creencias y los dogmas, deja de ser filosofía para devenir religión positiva. Un conjunto disgregado de opiniones, asentimientos y prejuicios que enfatizan, con un lenguaje cada vez más pobre y soez -como el que vienen promoviendo las redes-, en valores ficticios y heroicidades inexistentes, capaces de mezclar en un mismo cocido La Sirenita con la santería, la belleza con las Kardashian, el bien con Alex Saab o con El Aissami, la verdad con Maduro, Cabello y Rodríguez -¡esas “tres gracias”!-, la pulpería zamorana con Marx, Boves con “el hombre nuevo”, los “colectivos” con la teoría del subdesarrollo, el “Coqui” con la equidad social, la fuerza armada con el “partido único”, la educación con la instrumentalización y el adoctrinamiento cubano, las políticas sociales con los “controles” económicos, las expropiaciones y la destrucción del aparato productivo. Todo lo cual no sólo no es una “filosofía de vida”, porque ni siquiera es una filosofía de la muerte: stricto sensu, es un pastiche. No puede ser una filosofía -y mucho menos de vida- el haber saqueado y despilfarrado las enormes riquezas de un país; el haber literalmente acabado con sus fuerzas productivas o el haberlo hipotecado y arruinado. Nada tiene que ver con la racionalidad filosófica el hecho de haber montado una estructura paralela en salud, vivienda, seguridad y defensa, educación, etc., que terminó en la más absoluta de las irracionalidades, cabe decir: en la de tener que mantener dos Estados dentro del Estado. Fue “eso” lo que terminaron siendo las llamadas “misiones”: una fuente continua de corrupción y derroche innecesario de recursos, un Frankenstein de dos cabezas, una de las más atroces y escandalosas formas de populismo del presente.
“Filosofía de vida” no puede haber en una sociedad en la que la pobreza material y espiritual se ha desbordado por completo; en la que los llamados «antivalores» se han convertido en los valores más preciados del torturador de turno en las mazmorras del régimen. Una sociedad asocial, de asesinos y ladrones, en la que ejercer un cargo público es sinónimo de pillería; en la que el hurto, el secuestro o la ejecución de ciudadanos es motivo de orgullo y pose en Facebook; en la que el control del sistema carcelario está en manos del pranato de un pranato; en la que la violación de los derechos humanos ya se ha vuelto costumbre y tradición. En suma, una sociedad en la que los más ignorantes, los menos preparados, los más incompetentes, los mediocres, son “el modelo”, el ejemplo a seguir: los “auténticos patriotas”, los “revolucionarios”, los “hijos de Bolívar”. Esa no puede ser una sociedad sustentada en una filosofía. No existe en esto un solo rastro de pensamiento o de vida. Solo queda la ruina de las -otrora bellas y acogedoras- ciudades, la bancarrota del sistema educativo, el dolor por los niños muriendo en los hospitales o comiendo de la basura, la diáspora creciente de un país que se va haciendo cada día menos país y más colonia de los despotismos asiáticos. Sólo queda la rabia y el miedo ante la cruel represión, la vergüenza de las colas para surtirse de gasolina -¡en un país petrolero!-, la humillación del “carnet de la patria” o de las cajitas de alimentos que no alimentan. Y la firme convicción -por cierto, filosófica- de salir de ese secuestro para refundar Venezuela.