Del mito – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

La expresión “mito” (Mythos) es anuncio del discurrir discursivo o del movimiento del discurso en clave poética, y más específicamente, del devenir de la palabra. Por eso mismo, también designa la maquinación, la proyección, el proyecto. En sus orígenes, no hay indicios de separación del hablar y del ser, lo que, más tarde, se encargará de establecer como estricta norma, primero, la teología filosofante y, luego, la modernidad filosófica. Para la cultura clásica, en cambio, su significado se emparentaba con el de “volver a contar” o, más simplemente, con el re-contar. De ahí el afán por el recuento de las viejas historias fundacionales, como las dedicadas a los dioses, a los seres divinos, a los divinari, según las indicaciones hechas por Platón en República (392a). Pero quizá la definición más precisa y, tal vez, la mejor lograda en el sentido estético del término, sea la que ofrece Aristóteles en Metafísica, en la que puede leerse que “los hombres comienzan a filosofar” -cabe decir, a pensar- “movidos por el asombro (thauma)” o “por el maravillarse. Al principio, admirados por fenómenos sorprendentes, los más comunes. Luego, planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna, el sol, las estrellas y la generación del universo. Pero el que se plantea un problema y se admira reconoce su ignorancia. Por eso, quien ama los mitos es, en cierto modo, filósofo, porque el mito se compone de elementos maravillosos” (Met., I,2).

El Mythos no requiere ser demostrado, a diferencia del Logos. No obstante, el hecho de ser consensualmente creído y no demostrado no implica que no comporte en su seno un potencial y significativo componente de verdad. Y a pesar de que, por lo general, los mitos están revestidos por la fantasía, que presentan lo real de un modo maravilloso, ellos expresan -o son la expresión- de una genuina concepción del mundo propia de la condición primitiva de los pueblos. En otras palabras, y al decir de Spinoza, los mitos son la fuente de la poderosa imaginación (la imaginatio) que no pocas veces hace posible la cohesión, el cemento unitivo de las costumbres (el Ethos) de un determinado pueblo, de una determinada sociedad. Los mitos, en efecto, hacen prosperar el “saber de oídas o por vana experiencia” que, por cierto, no implica falsedad o mentira, porque en él yace inmanentemente el material histórico-concreto a partir del cual, retrospectivamente, es posible comprender -y superar- el proceso de formación del Espíritu de un pueblo. Porque así como la pureza sólo puede surgir de la impureza, conviene observar que los mitos son, en realidad, la materia prima desde la cual surge la más elevada verdad. Una sociedad barbárica no se supera a sí misma, no deviene ciudadanía, cuando  decide desechar sus mitos. Más bien, logra superarlos cuando los realiza. Como dice Adorno, “sólo cuando los extremos se tocan la humanidad sobrevive”.

Es verdad que, como observa Vico, “la fantasía es más robusta cuanto más débil es el raciocinio”. De ahí que los mitos, inevitablemente recubiertos de lo fantástico, presenten la realidad de un modo maravilloso, porque los mitos expresan una genuina concepción del mundo propia de la condición primitiva -o infantil, acotaría Freud- de los pueblos. Si mito quiere decir re-contar, entonces, a medida que se van contando, una y otra vez, va transitando desde lo elocuente hasta lo grandi-elocuente, de la epopeya a la proso-popeya. La grandilocuencia del mito aumenta las proporciones hasta elevar lo humano a una condición divina. Actúa como una gran lente de aumento, tal como ocurre en la Venezuela heroica de Eduardo Blanco, auténtico cantor homérico de la conciencia social de un país -y podría decirse que de todo un continente- que terminaría haciendo del caudillismo militarista el glorioso ricorso continuo de la barbarie ritornata.

Si el Logos es el discurso propio de los tiempos de la razón y la libertad republicanas, el Mito lo es de los tiempos de culto al heroísmo y la barbarie autocráticas. Los autoritarismos nacen de la creencia en enviados especiales del cielo que vienen con la misión de imponer la justicia y el orden extraviados, de saciar las penurias de los pueblos, de poner fin a las miserias. Es el arribo de Zeus -¡Zos!, de donde se derivan tanto Deus como Ius-, o de uno de sus emisarios, encargado de restablecer la sacrosanta heteronomía de los hijos del “amito”, del “taita”, del “jefecito” o, más simplemente, del coronel o del comandante. En fin, del “líder supremo”. Es Boves escoltado por una multitud desenfrenada de negros y pardos descamisados y sedientos de venganza, que vocifera la -cuando menos- incoherente consigna de guerra: “¡Muerte a los negros!, ¡que viva el rey!”. De ahí que subestimar la potencia de los cantos de gloria eterna a los héroes, lejos de conjurar su hegemonía, termine fortificando sus dominios sobre las mentes de los más simples e incluso de los no tan simples. Por eso mismo, es necesario seguir de cerca los antecedentes, tanto como el surgimiento y la consolidación de un mito, con el propósito de descubrir su lógica inmanente, la “razón de la locura” de la que hablaba Shakespeare. La razón histórica permite comprender el hecho de que los mitos no solo ocultan la verdad, sino que forman parte de su estructura. Verum index sui et falsi. Muy al contrario de lo que imaginan los “mejores amigos” del entendimiento reflexivo (a saber: los positivistas y los teólogos filosofantes, cuya supremacía catedrática ya se ha hecho legendaria), detrás de las construcciones de yeso, madera y neón puede sorprenderse la cara encubierta de la desgracia.

 

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