Publicado en: El Universal
El fragor de «La Vaca Sagrada» retumbando mientras se alejaba de Caracas rumbo a Dominicana, confirmó el rumor que cundía desde el día anterior: cayó Pérez Jiménez. El golpe de Estado, la huida del dictador ese 23 de enero de 1958 y la instauración de una Junta Patriótica cerraban un hosco capítulo escrito por «hombres fuertes» que intentaron hollar con sus desmanes la voluntad de actores y organizaciones ligados a la resistencia democrática del siglo XX en Venezuela.
La persecución, el boicot, la disolución por decreto que incluso padecieron los partidos políticos no impidió, sin embargo, que estos porfíen, convoquen y se movilicen para lograr los cambios políticos y sociales que entre 1945 y 1948 avizoró el octubrismo; cambios truncados precozmente, tras el golpe asestado a Gallegos (entonces, sectores afectos a los rigores de la bota militar calificaban el ambiente del trienio como «desorden democrático»). Aquellos años, por cierto, también registran el origen de dos partidos que junto a Acción Democrática y el Partido Comunista de Venezuela, jugarán rol crucial en la era de la democracia: el Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei), de orientación social-cristiana; y la Unión Republicana Democrática (URD), afín al liberalismo.
Foco político
El nacimiento de partidos de masas sella la fibra de un siglo en el que, a diferencia del XIX y según Manuel Caballero, «la protagonista es la multitud»; uno en el que los venezolanos eligen cambiar el campo de batalla por la tentación del ágora, «dejar el caballo y tomar la calle». A contrapelo de la vieja cultura caudillista, además, los partidos exhibían ideología definida y equipos con figuras de gran prestigio, pero ajenas al liderazgo mesiánico. De modo que el s.XX, amén de vincularse al afianzamiento de la paz y la democracia, brilló por algo sustancial: la aparición de la política. «El desarrollo venezolano a partir de la muerte de Gómez, que es a partir de la aparición de la política, no tiene parangón en toda la historia de Venezuela».
Así, en especial desde 1958, la oportunidad de deliberar, concurrir al debate público en la polis como hombres libres e iguales, gestionar conflictos que afectan al colectivo, de hablar y actuar juntos -como apunta Hannah Arendt- se hace posibilidad sin cortapisa. 40 años de gobiernos civiles -periplo que junta magníficos aciertos y onerosos errores- brindarán oportunidad a los partidos de cimentar el sistema democrático en Venezuela. Voto libre, universal, directo; elecciones periódicas, alternabilidad, un marco institucional regido por reglas claras, Estado de derecho, vigorosa y amplia competencia: un ensayo que nos planta ante el reto de entendernos como sociedad para estrujar esa potencia que Samuel Huntington distinguía en la democracia en tanto proyecto de realización colectiva, el régimen más deseable entre todos los posibles.
Sin duda, «el significado político más importante de la democracia es la capacidad que poseen sus instituciones para proteger los derechos y libertades de los ciudadanos». Sí: con sus dulzuras y acritudes («la democracia es inmejorable como régimen político, pero fatal para los nervios», sentencia un zumbón Fernando Savater) la Venezuela que celebraba la caída del dictador estaba a punto de abrazar la praxis del «gobierno de los más».
Consenso en acción
Pero la puja «entre política y antipolítica es un tira y encoje que no termina con la derrota de la dictadura de Pérez Jiménez. Ésa es una lucha permanente», advierte además Manuel Caballero. Contra la marrullera idea, sembrada por autócratas, de que los políticos son una suerte de peste a erradicar (Gómez, el Benemérito, precisaba dos tipos de venezolanos, «los políticos y los hombres de trabajo»); bregando con las taras del Centralismo Estatal que, según apunta Manuel Feo La Cruz, heredamos de la época dictatorial, y la enorme desarticulación política que de ello deriva, a los partidos de la democracia civil tocó la compleja tarea de construir una nueva consciencia dentro de una sociedad que se estrenaba en las lides de la deliberación y la inédita procura de autonomía; un ethos en torno a la certeza de que la democracia moderna descansa justo sobre la acción y organización que impulsan los partidos.
Fungir de mediadores entre el ciudadano y el Estado; habilitar el reclutamiento, formación y renovación de las élites; servir de garantes de la socialización política y la transmisión de la cultura democrática para asegurar la continuidad del modelo, son algunas de las funciones que los partidos deben asumir en el marco de la nueva realidad. Pero para eso había que amarrar antes la gobernabilidad. El primer paso en esa dirección es la firma, el 31 de octubre de 1958, del polémico Pacto de Punto Fijo. El acuerdo entre AD, Copei y URD (el PCV es excluido del mismo por la tensa desalineación ideológica que planteaba la doctrina comunista) respondía a la amenaza de la regresión autoritaria en una época convulsa, que no ahorró ataques contra la recién nacida Junta de Gobierno.
Cooperar, sobrevivir
La formación de un Frente Civil que sirviera de dique contra los nostálgicos amigos del militarismo -opuestos, por tanto, a la novel democracia- y contrarrestase extremismos de toda traza, blindaría la sostenibilidad del nuevo gobierno en la transición; cooperar era vital para sobrevivir. Por ello se acordó la participación equitativa de todos los partidos en el gabinete ejecutivo del vencedor en elecciones. Una nítida hoja de ruta apuntaba al logro de tres objetivos: defender la constitucionalidad y el derecho a gobernar conforme al resultado electoral; integrar un gobierno de Unidad Nacional (que en la práctica incluyó no sólo a partidos, sino al resto de la sociedad civil) y establecer un programa mínimo común de gobierno, cuyas bases se suscriben y publican el 6 de diciembre de 1958.
Tres candidatos acuden a los comicios del 58: Rómulo Betancourt por AD, Rafael Caldera por Copei y Wolfgang Larrazábal por URD (apoyado por el PCV). Betancourt gana con más del 49% de los votos, y asume como presidente en uno de los periodos más críticos de la vida republicana. También el sistema de partidos arriba así formalmente a un tramo lleno de novedosas apuestas, no siempre gentil, pero profuso en logros y aprendizajes.
Motores de la democracia
Venezuela desplegaba alas como una rara avis en un continente donde la mayoría de países sufría las asperezas de las dictaduras militares o eran sacudidos por conflictos armados internos. Y aunque acá también tocó lidiar con la tarasca del golpismo, los conatos de magnicidio y el tajo punzante de la lucha armada patrocinada por Fidel Castro (y en la que se involucró activamente el PCV tras aliarse con las FALN, así como el MIR, fruto de la primera escisión de AD en 1960; una aventura que costó la ilegalización de ambos) la democracia se fortalecía gracias, entre otras cosas, al empuje de instituciones cuyo prestigio prosperaba.
Y es que «sin partidos políticos no puede haber democracia», recalca el célebre axioma de Giovanni Sartori. Como primeros articuladores del sistema político, a estos concernía un aporte clave en la interiorización de una cultura basada en la competencia que impulsa la democracia representativa y la participación consciente, así como en la organización que habilita la transmisión de valores vinculados a ese modelo, tales como la libertad de expresión y el derecho a elegir a los representantes de la sociedad en órganos estatales.
Todo estaba por hacerse. Por eso, afirma Roberto Casanova, «no es exagerado afirmar que, en el caso venezolano, la sociedad civil fue, inicialmente, una creatura de los partidos políticos».
Evolución y retos
La razón de ser de partidos «inspirados en corrientes ideológicas universales, con cobertura nacional y estructura y organización relativamente modernas, dirigidos, ya no por caudillos, sino por equipos de intelectuales estudiosos de las realidades socio-políticas del país», como indica Marco Tulio Bruni Celli, siguió enfocada en garantizar estabilidad en el marco de una democracia que gestionada por civiles, respondiese eficientemente a las demandas del desarrollo nacional. Bajo esta premisa, el país es enfilado por la ruta de la modernización, la industrialización y el progreso apalancado en el uso de los recursos petroleros; la de la inclusión social y la democratización política.
Pero un funcionamiento basado en la dinámica de una organización centralizada y jerarquizada (según principios del Centralismo-Democrático) no siempre contribuyó con éxito al objetivo de hacer de los partidos instituciones abiertas, aunque eventualmente se buscó abrazar formas más flexibles y horizontales de articulación. Los nuevos retos a menudo superaban la capacidad de acometer adaptaciones y depuración.
Entretanto, a partidos establecidos como AD, Copei y URD se suman otros importantes como el MAS (división del PCV que planteó la ruptura con la ortodoxia comunista) o el MEP (fruto de otra división de AD). Más tarde y en respuesta al ánimo de reformas que abrió nuevas ventanas de oportunidad para el emprendimiento político, surgen organizaciones como La Causa R, Convergencia, Proyecto Venezuela… sin embargo, es justo notar los efectos que la consolidación del bipartidismo introdujo a partir del 68: partidos más fuertes y con mayor maquinaria -AD y Copei- acaparaban las preferencias de los votantes y por ende, la mayoría de los puestos de elección popular.
Bemoles del bipartidismo
Muchos expertos afirman que en un punto, la receta bipartidista -cuya abierta adopción en ciertos países con democracias más maduras ha refrenado, paradójicamente, los avances de sectores extremistas- contribuyó a mermar la calidad de la pujante democracia venezolana. El bipartidismo operaría así como debilidad, no como ventaja. En relación a ese fenómeno, estudiosos como Richard Katz y Peter Mair advierten que la dilución de la identidad ideológica nacida de la competencia entre partidos mayoritarios enfrentados por el voto de un electorado indistinto, los vuelve carteles «atrapa-todo», alejados de la exclusiva movilización de sus bases; en ese caso, el modelo puede propender al pacto de condiciones restrictivas que reducen sensiblemente la competencia, en desmedro de las minorías.
Tocados por el pragmatismo, la AD socialdemócrata y el Copei socialcristiano comienzan a mimetizarse al monopolizar el poder, aún cuando la alternancia limitaba la permanencia de un mismo grupo en el gobierno. En la medida en que las relaciones clientelares expandían sus tentáculos hacia la sociedad e intereses distintos a los del Estado condicionaban la toma de decisiones y la empujaban fuera de los espacios formalmente destinados a ello, la eficiencia de las instituciones se reducía. Eso, junto al quiebre de las expectativas de progreso económico, afectaría la legitimidad y ascendencia de dichos instrumentos y debilitaría, por ende, la confianza en la gestión política.
Debacle en ciernes
Desviaciones como «el caudillismo y la conformación de «cogollos», la centralización en las decisiones y el establecimiento de maquinarias y aparatos que los aislaban de la sociedad e impedían la incorporación a la política de personas idóneas y capaces», asegura Bruni Celli, así como los enfrentamientos y divisiones internas, comienzan a configurar un cuadro de crónica intoxicación del sistema político.
La pérdida de conexión con un pueblo ávido de miradas, soluciones y atención más allá de la coyuntura electoral se agrava a causa de eso que Robert Michels llama «ley de hierro de la oligarquía». La formación de una camarilla al interior de los partidos que tiende a imponer su visión, a decidir incluso en contra de la opinión de las bases, se torna un devastador cáncer que planta la semilla del autoritarismo y apolilla la democracia, allí, hondo, desde sus entrañas.
Fin de una era
La crisis de la dirigencia, el menoscabo de la acción política y sus resultados se empalma con la crisis nacional y la consecuente desafección que experimenta el venezolano respecto a la democracia representativa. La sierpe de la antipolítica tras el fallido golpe del 92 hinca a la sazón su colmillo. En 1993, por primera vez desde 1958 se rompe la fórmula bipartidista; las dos grandes fuerzas son derrotadas electoralmente por una coalición de partidos minoritarios conocida como el «chiripero». El rechazo a los partidos tradicionales apuntala el triunfo de Caldera, expresidente, candidato independiente por Convergencia Nacional, pero históricamente ligado a la cúpula copeyana. La irónica mueca remata una era.
Crónica de auge y caída: lo que sobrevino, el desplome de un sistema con partidos institucionalmente debilitados y que habían perdido el favor popular, sumado a la apatía de unos, por un lado; a la audaz emboscada de influyentes sectores, por otro, tiende alfombra roja a la «revolución» del siglo XXI. Parte de otro análisis en el que por más que se hurgue, nunca faltarán pistas para la reinvención democrática que sigue pendiente.
Paulina Gamus: Los partidos no mueren, sólo se transforman
“Los partidos, como dice la Ley de Lavoisier, no mueren, sólo se transforman. Y lo hacen en nuevas organizaciones. El voto chavista no surgió de la nada, fue de adecos y copeyanos que le dieron la espalda a sus partidos”: nadie mejor que Paulina Gamus –quien fuera, entre otras cosas, juez, ministra, senadora, vicepresidenta de AD y sub-directora de Fracción Parlamentaria- para evaluar el rol de los partidos entre 1958 y 1998: “La obra más importante de Acción Democrática y Copei, los dos partidos que se alternaron en el gobierno durante los 40 años de vida democrática, fue precisamente construir democracia. Gracias a esa siembra la mayoría ha resistido 20 años de régimen chavista y madurista sin perder la esperanza del retorno a tiempos de paz y de respeto a las normas de convivencia social y política”.
Sobre las probadas bondades de esa democracia, su legado cultural, educativo, institucional, legislativo y de infraestructura, Gamus recuerda que “ninguna síntesis mejor que el discurso de Caldera ante el Congreso el 23 de enero de 1986… vale la pena que se lea para ver la abismal diferencia entre lo que el expresidente Caldera dijo en esa oportunidad sobre las virtudes de la democracia y su discurso del 4 de febrero de 1992, abjurando de ella”.
Había una cultura antipolítica, un apego al militarismo que persiste tras la caída de Pérez Jiménez, y que ataja el afán democratizador. En su momento, ¿cómo enfrentaron los partidos un ethos social tan arraigado?
El mito del caudillo militar que es el único capaz de resolver todos los problemas y vicios del país, es algo que arrastramos desde la Independencia hasta nuestros días. Chávez logró llegar por vía democrática a la Presidencia gracias a ese mito tan arraigado en el alma nacional. Los 40 años de democracia, que fueron de predominio civil, nunca pudieron librarse del miedo a los militares y estos de alguna manera tutelaban la vida pública. Eran tratados con guantes de seda y complacidos en todo. Por supuesto que hubo, y muchos, militares respetuosos de la democracia, y aquellos que incluso dieron sus vidas por defenderla de la insurgencia castro comunista. Pero siempre vivimos bajo la sombra del golpismo.
La antipolítica –opina Gamus- surge en 1983, cuando el “Viernes Negro” liquida “la ilusión de país rico con una gran torta de la que todos podíamos cortar un trozo. La clase media fue la más afectada y la más indignada“. Allí inicia ”la labor de zapa de algunos medios de comunicación y algunas personalidades que encontraron el camino fácil de destruir a los partidos que existían, en vez de tomarse el trabajo de formar nuevas organizaciones. En ese ilusorio “quítate tú para ponerme yo”, llegó Chávez”. Ni AD ni Copei intentaron indagar entonces “por qué crecía la abstención, por qué había cada vez mayor repudio a sus organizaciones, a qué se debió el ascenso vertiginoso de La Causa R en las elecciones de 1993”.
Gamus concluye enfática que fue “la pérdida de confianza en la política y en los políticos en general para resolver los problemas del país” la verdadera causa del declive democrático. Los hechos lo evidencian: Chávez no ganó por los votos del MVR, “el partido tuvo los votos gracias a él”.