Des-engaño – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

Un conocido adagio motiva el preámbulo reflexivo de las presentesJose-Rafael-Herrera-ALEXANDRA-BLANCO_NACIMA20130425_0168_6 líneas, a propósito de la difícil etapa política, social y cultural que les ha tocado padecer a los venezolanos en los últimos tiempos, impelida por una de las crisis económicas más profundas y, sin duda, dolorosas de su historia contemporánea. El adagio en cuestión reza textualmente: “El que de ilusiones vive, de desengaños perece”. No obstante, su versión popular es aún más enfática y, quizá, por ello mismo, más cruda, más descarnada: “El que vive de ilusiones muere de desengaños”.

Las ilusiones son, stricto sensu, una inadecuación de la forma y del contenido, un fenómeno, por cierto, no patológico –y, en este sentido, no se trata de una condición paranoide o psicótica, sino más bien de una condición cultural, de un determinado modo de ejercer las relaciones sociales–, que consiste en percibir un dato carente de realidad efectiva como si fuese verdadero o, por lo menos, “creíble”. Y es sobre la base de semejante fenómeno que se puede confirmar la presencia de una separación, o más bien, de un desgarramiento, entre el sujeto que percibe y la objetividad de la cosa percibida. En otros términos, hablar de ilusión es hablar de ficción, de un espejismo, de una acción reflexiva, en el sentido de una proyección del propio deseo sobre la realidad. Es, pues, la facultad de representarse las cosas no como ellas son, sino como se quisiera que fuesen. Decía el poeta Leopardi que la mayor parte de los hombres viven de la religión o de las ilusiones.

Hay encantadores de serpientes y hay auténticos maestros del ilusionismo. Adolf Hitler fue, sin duda, un maestro ilusionista. También Mussolini lo fue. Tanto el pueblo alemán como el pueblo italiano vivieron un largo período bajo el mágico influjo de estos auténticos Houdinis de la política. Hasta que llegó el momento de los desencantos. En Latinoamérica, que se sepa, han habido, por lo menos dos grandes ilusionistas: Fidel Castro y Hugo Chávez. Hitler reconocía a Mussolini como su mentor. Chávez hacía lo propio con Castro. Castro supo transmitirle al pueblo cubano la esperanza de que “más temprano que tarde” la isla caribeña se transformaría, gracias al modelo “socialista”, en una auténtica “tacita de plata”, en un “paraíso”, nada más y nada menos que el “cielo tomado por asalto”. Hace pocos días, y después de 55 años de régimen, Castro, palabras más palabras menos, declaró que el “modelo cubano” era inviable. Su reciente cercanía con el “imperialismo yanqui”, su otrora archienemigo, da cuenta no solo de dicha inviabilidad sino, más bien, de la absoluta separación existente entre el discurso ilusorio que fue capaz de construir y la dureza de la realidad. Hoy el pueblo cubano que creyó firmemente en el imaginario castrista se halla a merced del desencanto y, sin duda, de la triste y patética, frustración. El sueño ha terminado.

La llamada “revolución bolivariana” –lo cual, ya de entrada, contiene una doble ilusión, dado que nunca fue una revolución y nunca fue bolivariana–, promovida por Hugo Chávez, transformó las lacras dejadas por el modelo democrático-representativo en banderas no solo políticas sino, al mismo tiempo, morales. No se podía seguir –decía– sustentando un modelo falsamente democrático que, en el fondo, excluía a una extensa parte de la población venezolana, sometida a los embates de la miseria y la marginalidad. Era indispensable que el Estado asumiera su responsabilidad y atendiera de una buena vez los problemas de dicha población, causados por el “capitalismo salvaje”, la “privatización”, la política rentista petrolera y, por supuesto, por la galopante corrupción administrativa de la clase política, a la cual, sin empacho alguno, calificaba como “cúpula podrida”. El Estado tenía que asumir las riendas de la economía, expropiar a “los diablos” privatizadores y colocar, en su lugar, a “los ángeles” vengadores, auténticos patriotas, en su mayoría, vestidos de verde oliva. El capitalismo era malo, el socialismo era bueno. Cristo y Bolívar –junto con Mao Tse-tung, Hussein y Mugabe– aparecieron, abruptamente, incluidos en “el álbum de familia” de la historia del socialismo y su lucha contra “los Judas Iscariotes”. El pobre y divagante discípulo de Cristo se transformó así, nada menos, que en el “primer capitalista” de la historia de la humanidad. “Los que quieran patria que se vengan conmigo”. La euforia fue, sin duda, colectiva. Se acabarían las “colitas” en los aviones de Pdvsa; los “diablos” y su “olor a azufre”, ya no someterían más a los necesitados. La riqueza sería compartida, equitativa. Adiós al “paquetazo”, ¡viva la “revolución bonita”!

Quince años más tarde, y después de haber acabado literalmente con el aparato productivo nacional, de promover una economía de puerto, de transformar las otrora fuerzas productivas del país en una economía absolutamente dependiente de la renta petrolera; después de haber inducido la corrupción más grotesca y el despilfarro más descomunal de toda su historia, en una sociedad que no solo no acabó con las “colitas” en los aviones de Pdvsa sino que multiplicó el abuso de poder, promovió una –sólida y en extremo poderosa– “cúpula podrida” y diseminó la ignorancia, la agresión, la venganza, el odio y el resentimiento como estandartes de la vida cotidiana, después de esos quince largos años, los venezolanos saltan de un lado a otro por las calles en busca de papel higiénico, harina de maíz, azúcar, aceite, desodorante, entre otros rubros y sin hacer mención de la larga lista de desabastecimiento y escasez de medicamentos. Ciertamente, “la lucha sigue”, pero, esta vez, en las colas.

Cabizbajos, dubitativos, más llenos de temores que de esperanzas, quienes en otras épocas celebraron los “exprópiese” y, llenos de ilusión, compartieron en un solo grito la consigna: “Con hambre y sin empleo”, ya no parecen estar tan seguros de escoger entre el papel higiénico y la “patria”. Amanecen en las inmensas colas, a las puertas de establecimientos, muchas veces, vacíos o cerrados.

Los venezolanos transitan por el delgado hilo que une la ilusión al des-encantamiento, sin rumbo fijo, perdidos en un laberinto en el que solo se confirma, no sin pesar, el inmenso abismo existente entre las formas devenidas decreto, las frases hechas, la distorsión de la realidad y la realidad de verdad, efectiva de las cosas. Ilusión transfigurada en método. Método transfigurado en ilusión. ¡Qué más da! Pero la impotencia que deja el amargo sabor del des-engaño, el haber sido groseramente estafado, manipulado, el aceptar las premisas del discurso para toparse después con conclusiones inesperadas, incompatibles y desconcertantes, no ha dado, hasta la fecha, signos de reacción alguna.  Las colas son muy largas y no hay mucho tiempo para invertir la reflexión. ¡“Por ahora”…!

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