Por: Jean Maninat
En el fondo, allí donde los complejos se hunden como pesados peñascos en el mar, medio mundo detesta a los gringos y el otro medio los recela. Ha sido un pasatiempo favorito entre las élites culturales de Latinoamérica (el término es un invento francés, cuando en realidad es Iberoamérica) que se han pretendido más cerca de Europa, especialmente de París, con aguacero y todo. Los escritores más representativos del boom latinoamericano hicieron sus pasantías por el viejo continente, gracias a hábiles editores catalanes no pasaron mucha hambre y pronto les llegó la fama y los recursos, pero en su mayoría siguieron siendo antiimperialistas, destacados miembros del Anti Yankees Social Club.
La lucha entre Ariel y Calibán, entre la soi-disant superioridad de los valores espirituales y culturales grecolatinos de la cultura latinoamericana y la supuesta ordinariez de la sociedad estadounidense que preconizó José Enrique Rodó en su infame obra Ariel (1900), todavía sigue removiendo la melcocha encefálica de muchos intelectuales e influencers en Iberoamérica. (Otra vez Carlos Granés). El lamento que se le atribuye -incorrectamente- al gobernante mexicano Porfirio Diaz, ¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!, adquiere nuevos ánimos gracias al inquilino reincidente de la Casa Blanca y su política de garrote y zanahoria.
Sin embargo, en paralelo, comienza a instalarse una nostalgia por nuestros old gringos bonachones y dicharacheros, buscadores de beautiful señoritas y petróleo, de mota y mescal, los de Creedence Clearwater Revival, Joplin y Morrison, Hendrix y Brown, Hollywood y su sistema de estrellas, (nombre usted su favorita), el Canon literario norteamericano que favoreció Harold Bloom sobre otros, Pollock y Warhol, Gershwin y Bernstein, Eames y Lloyd Wright, y esa maravilla que fue el Ford Mustang GT Fastback de 1968 que manejó McQeen por las colinas de San Francisco en Bullit. Esa fue una invasión soft, gramsciana, que ocupó las casamatas culturales del mundo libre y el aprisionado. En el fondo, fondito, en algún momento todos quisimos ser gringos. ¿A poco no?
Esa hegemonía -¿líquida?- que llevó a los Rolling Stones a la Habana, sembró Moscú y París de Starbucks e impulsó a países que -como España- tienen una gran y orgullosa tradición gastronómica a realizar concursos de la mejor hamburguesa made in home, y a millones de adolescentes a suspirar en dólares por Taylor Swift, ha sido más efectiva que los golpes sobre la mesa económica, las invasiones militares y la ingerencia geopolítica.
A finales de los 80´s se fue formando el Consenso de Washington que logró -a fuerza de discusiones y debates públicos- instalar el reconocimiento de la pertinencia de medidas básicamente dirigidas a la estabilización macroeconómica, la liberalización de comercio, la primacía del mercado en la economía y el sometimiento del Estado a una dieta de ayuno. No fue un documento solemne, o uno de esos abajo firmantes de ocasión, ni un pacto entre países con intereses comunes. Tampoco fue un vaudeville de horror con un clown con motosierra de figura central. Fue eso, un consenso que se fue abriendo paso, venciendo resistencias y el San Benito de neoliberal. Con mayor o menor pragmatismo sus contenidos fueron infiltrando las políticas públicas en Iberoamérica hasta perder su supuesta condición de maleficio y se normalizaron, sin amenazas de represalias comerciales y otras hierbas aromáticas.
Es precisamente ese consenso simbólico de Washington el que se quiere dinamitar desde… Washington D.C. a orillas del Potomac.





