Por: Leonardo Padrón
El país tiene hoy la voz altisonante del caos. Perdigones y balas atravesando pieles humanas, solo eso ha cruzado el aire en estos días. La imagen de una mujer militar golpeando ferozmente, con su casco, el rostro de una manifestante que yace en el suelo se ha convertido en un documento escalofriante. La anécdota trágica de cada muerte: la sonrisa destrozada de Bassil Da Costa, el motorizado degollado por una barricada; la reina de belleza fulminada por una bala inequívoca. Siguen las muertes. El conteo de los heridos. Los estudiantes torturados con electricidad y miedo. Mientras tanto: el poder baila y reprime. El poder miente y dispara. El poder hunde sus uñas y grita carnaval. La televisión voltea la mirada a ninguna parte. Los árboles se asfixian con la gente que huye bajo nubes lacrimógenas. Un estudiante aparta su vergüenza y denuncia haber sido violado por un fusil. El poder no le cree y esconde el fusil. El saqueo abre las santamarías. El insomnio nos cocina los ojos. Violencia es hoy el atroz sustantivo que nos define. Y dolor, el sitio por donde deambula nuestro ánimo.
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En Venezuela, contraviniendo al poeta Eliot y su famoso abril, febrero se ha convertido en el mes más cruel. La calle es una marea alta que solo promete otros remolinos. El gobierno de Maduro vive sus días más convulsos. Se acumularon todas las razones para protestar y los estudiantes tomaron la bandera. En mitad de una grieta económica monumental se escucha el estruendo de un alud político. El país se nos viene encima y la persona encargada de atajar el desastre ha preferido sumarle fuego, mucha gasolina, hilos gruesos de kerosene. La paz se ha convertido en un cliché verbal. Todos la manosean, la estrujan, la malbaratan. La paz es un estribillo lleno de perdigones.
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Escribo desde un periódico que se está quedando afónico. No hay suficiente papel para reseñar todos los sucesos ocurridos en tres semanas de alta conflictividad social. No caben con la debida honra las historias de todos los agravios de parte y parte. No calza en esta estrechez de tinta y papel la reseña pormenorizada del horror de algunas noches. Ese es el propósito del cerco a la prensa. Convertir la voz que denuncia en silencio. Quieren un país mudo. Pero ya es tarde. No hay margen para esa opción.
Los videos caseros inundan las redes con su testimonio: el asedio de los grupos parapoliciales, las armas en ristre, los aviones de guerra sobrevolando una ciudad. Y uno se queda con la pregunta columpiándose en la boca. Cuántas de esas armas formarán parte de los secuestros y muertes de nuestra cotidianidad? Por eso el pedido unánime sobre el desarme de los colectivos. El presidente proclama que no permitirá el uso de otras armas que las del gobierno. Pero sucede que los colectivos forman parte del gobierno. Sucede que se están burlando de nuestro reclamo.
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Sus partidarios lo murmuran en voz baja: el país se le escurre de las manos al mandatario. En mitad de este caos, desconcierta que el poder se ocupe de lo que escribe en las redes sociales un escritor. Hay problemas mucho más graves. La gestión de Maduro sufre un severo punto de inflexión. El hombre a cargo parece dilapidar la herencia de su padre político de forma vertiginosa, aunque –ciertamente- ya la dote estaba minada de polilla y filtraciones. El poder dice que ayudo a promover el odio a través de 140 caracteres. Que soy virulento. Que mis novelas (y las de mis colegas, presumo) han contribuido con la umbrosa cifra de 200 mil muertes violentas en 15 años de revolución. Me tilda de dirigente opositor. Vaya. Y pensar que uno de mis orgullos es no haber militado en partido político alguno. Sentencia que soy hombre de derecha. El poder lanza frases al aire sobre la vida de cualquiera con gran ligereza.
Podría consumir estas líneas contando mis veleidades con la revolución cubana, en mi temprana juventud. Mis viajes a La Habana. Mi infatuación romántica con la figura del Che. Mi afiche de César Augusto Sandino colgado en mi habitación. Mi ejemplar -en gran formato- de “La historia me absolverá” de Fidel Castro. Pero tendría también que detallar mi posterior decepción al comprobar, in situ, las privaciones, la sequía de sus vidas, el acoso, la restricción a salir del país, a bañarse en sus propias aguas, a entrar en los hoteles de turistas. Ver a prostitutas en la Marina Hemingway ofreciendo sexo oral a cambio de una hamburguesa era comprobar que el antiguo burdel del Caribe, como tildaban a Cuba en época de Batista, había convertido al añoso oficio en algo mucho más humillante. Recuerdo un viaje donde conocí a dos ilustres poetas de la revolución, Cintio Vitier y Fina García Marruz. Mi misión era buscar un manuscrito original del poeta Vitier, fotocopiarlo y traerlo a Caracas donde los miembros de la ya extinguida Casa de la Poesía Pérez Bonalde nos encargaríamos de publicarlo. El asombro fue descubrir que no había papel en toda La Habana para sacarle copias al poemario. Cintio realizó un acto extremo: entregarme su manuscrito y confiar en que ningún incidente me hiciera extraviar sus poemas para siempre. Finalmente, logramos editar su libro. El suceso, nimio si se quiere, me recuerda esta escasez en que ahora se ha convertido la vida de cualquier venezolano en pleno siglo XXI.
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“!Estás en la mira, cabrón!”. Ese fue el mensaje que llegó a mi celular luego de la tercera cadena donde Maduro me nombrara con encono y obsesión. No es la primera vez que recibo amenazas por expresar mi parecer. Es una dinámica conocida: la intimidación. Maduro me condena por un tuit escrito, supuestamente, contra los trabajadores del Metro, burlándome de las agresiones infringidas por algunos radicales de la oposición. En rigor, apenas agregué dos palabras (“Sin Comentarios”) y retuiteé a alguien que expresaba que el agraviado tenía el collarín colocado al revés. Una verdadera lluvia de mensajes asomaban, desde hace rato, la misma opinión. Mi desliz, y así lo reconozco, fue no cotejar con algún médico dicha tesis. Esa mi vil acción. La que activó su ira y luego -no faltaba más- la de Haiman El Troudi, ministro de Transporte, quien me dirigió una seguidilla de tuits, culpándome de la violencia desatada contra las unidades de transporte. Toda una desmesura. Sin duda, es una soberana estupidez dañar un Metrobús o cualquier otro bien de uso público o privado. No he dejado de condenar la estridencia de las guarimbas, a pesar de recibir andanadas de insultos de no pocos ciudadanos. La verdad: no creo en la violencia. En ninguna de sus formas.
Ahora, si de balances hablamos, el presidente Maduro ha cometido una agotadora sucesión de deslices. Quizás, el mayor de todos, irrespetar a 7.270.403 personas que votaron por una opción distinta. Ese exiguo y dudoso 1.59 % de ventaja, que no quiso llevar a un fidedigno reconteo, luego que la misma noche de las elecciones prometiera hacerlo, no lo autoriza a insultarnos cada vez que reclamamos por una gestión medianamente eficiente. Él habla de las “mentiras infamantes” de mi Twitter. Yo le comento las suyas, que son mucho más trascendentes. Sus deslices tienen a buena parte del país enervado. Se supone que es el presidente de todos los venezolanos, pero sólo parece serlo de los que aceptan vestirse de rojo por convicción, supervivencia o provecho personal. Maduro desestima la ingente cantidad de ciudadanos que llenan las calles reclamando seguridad, medicinas y abastecimiento. Con tildarnos de fascistas parece salvar su responsabilidad. En cadena nacional ruge: “!Vete, si no te gusta!”. Pues no, no me gusta ver a mi país sumido en una escasez vergonzosa, azotado por una dantesca inflación, y a sus habitantes rezando por su vida en cada salida a la calle. Y no, no me pienso ir. Elijo colaborar con la reconstrucción de estas coordenadas del trópico que tanto venero.
Me pregunto, ¿sería Maduro capaz de ofrecer disculpas por el desliz de haber prometido que el dólar seguiría inconmovible en Bs. 6,30 durante todo el año y hacer lo contrario a la semana siguiente? ¿Se disculpará ante los pacientes de cáncer que no consiguen medicamentos para tratar su penosa enfermedad? ¿Se disculpará ante las miles de amas de casa que desgastan sus vidas en colas eternas para adquirir los productos de su comida diaria? ¿Se disculparán Giordani, Ramírez y Merentes por el agónico rumbo de nuestra economía? ¿Se disculpará el presidente por el “desliz” de haber reprimido a sangre y fuego a los estudiantes venezolanos? Sería todo un detalle.
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“SOS Venezuela”, dos palabras que se replican con abrumadora solidaridad desde Amsterdam, Dubai, Madrid, México, Australia y hasta en la mismísima Ucrania. La reina del pop, rockeros, baladistas, Djs, raperos, jugadores de la NBA, estrellas de Hollywood, escritores, se suman a la denuncia. La lista se engrosa a cada instante. El estupor es planetario ante las cruentas imágenes de la represión. Maduro afirma que Rubén Blades, autor de dos brillantes y demoledoras cartas, debe estar manipulado por su amigo César Miguel Rondón (un notorio insulto a su autonomía de pensamiento). Jura que a los peloteros de Grandes Ligas les están pagando los dueños de los equipos. No se le ocurre que legítimamente se puede estar en desacuerdo con su gobierno sin necesidad de ser golpista, conspirador, fascista, apátrida o rancio burgués. Las estrellas nacionales cancelan sus múltiples conciertos de carnaval. Maduro saca de su gaveta días no laborables y los lanza como caramelos desde una carroza: A rumbear todos….! El decreto parece un irrespeto ante tanto luto y dolor nacional. Los guarimberos también insisten en sus disonancias. En una misma jornada, las mujeres de la oposición marchan por la paz, mientras el gobierno pasea misiles antiaéreos por la autopista regional del centro. En la noche se invoca de nuevo la palabra y se realiza una Conferencia de Paz en Miraflores. Suena plausible para algunos, engañoso para otros. Jorge Roig, el presidente de Fedecámaras expresa el sentir colectivo: “!El país no está bien, señor Presidente!”. Se habla en tono conciliatorio, mientras, en el Táchira cae herida de bala una estudiante. Todo muy delirante. Todo en el mes más largo de nuestra historia.
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En el entierro de Simón Díaz, ícono absoluto de la venezolanidad, un escalofrío me recorrió el espinazo mientras bajaban su féretro a la tumba y la gente le cantaba “Caballo Viejo”. Con Mariaca Semprún y Laureano Márquez lo comentamos al unísono. La muerte de Simón Díaz coincidía con otra tristeza rotunda. Su adiós parecía simbolizar los funerales de la Venezuela unánime, el país noble y entrañable que tanto reinó en sus canciones. Lo dijimos y enmudecimos de espanto. No lo aceptamos. El desafío está ahí: exigir una Venezuela inclusiva, próspera, amable. Y, por favor, justa. Los estudiantes han iniciado la tonada. Al resto, al país todo, nos compete unirnos, no desafinar y culminar la canción de los finales felices. Nos toca espantar la muerte que alguna vez escribió César Vallejo. Esa que “camina exactamente como un hombre entre las fieras”.
Febrero suele ser el mes más corto. Esta vez, le sacó una cruel ventaja al resto del calendario.