Por: Jean Maninat
Nadie anuncia que tenía un Plan B cuando su Plan A se descalabra. Se pone en marcha –by default– y cuando nos damos cuenta está en activo sin grandes espavientos. Los regimientos de Napoleón escaparon del invierno ruso con la figura del genio militar que los alentaba metida entre las piernas congeladas, sin anunciar un Plan B concebido previo a la derrota. De las playas de Dunkerque huyeron las tropas británicas y francesas sin presumir un Plan B que las redimiera del Plan A que había fracasado en sus orillas. Es cierto, ese alibi no existía entonces.
El Plan B se lleva escondido en el bolsillo secreto del pantalón, cosido en una esquina de la casaca, encapsulado en una dosis letal de cianuro como las que escondían los personajes de Malraux que se jugaban la vida en La condición humana. La política no es una sucesión de planes que se transan públicamente cuando fracasan para buscar la “comprensión” de los convocados. Sí, nos salió mal, pero lo teníamos todo fríamente calculado. Tranquilos muchachos, hay un Plan…
Nos hemos ido acostumbrando a desdeñar los logros parciales que podemos avanzar nosotros, en nombre del gran logro que nos libere aupado por fuerzas exógenas y benignas. La cultura popular tiene amigos a montones, pero en ella se colean los zorros y camaleones, así rezaba –más o menos- un estribillo de los años ochenta que, guardando las extremas distancias, nos podría indicar los peligros de abrir las puertas al virus de la geopolítica. Pero, de una u otra manera, seguimos con el fastidio de esperar a Godot. Bien sea para desaconsejar su llegada, o para celebrarla. ¡Ah, el Plan B!
Mientras tanto, anuncios van y anuncios vienen de diálogos entre sectores variopintos de la oposición y el PSUV, y el reloj de las elecciones parlamentarias sigue marcando las horas como temía el gran bolerista universal, Lucho GatIca. Hay indicios de que, al menos, un sector de la oposición democrática estaría dispuesto a asumir la tarea electoral -en medio de sus circunstancias- y que otro seguiría aferrado al mantra liberador. A estas alturas, la duda es bienvenida. Probablemente esa sea la división de criterio que nos salve. ¡Qué cada vela se amarre a su mástil!
Porque si algo ha emergido con fuerza es que no hay abstencionistas per se, (bueno, los hay adictos, pero son una microminoría que no altera las estadísticas) y pareciera probable que se lleve a cabo una discusión serenamente áspera -vaya oxímoron- acerca de cómo participar, pelear por condiciones justas y transparentes, y ajustar las menguadas maquinarias partidistas a la lucha electoral y no a la quimera del vete ya y luego elegimos lo que haya que elegir. ¡Amén!
Entregar la Asamblea Nacional (AN) en nombre de un gesto más de heroicidad baldía, sin al menos desplegar el arrojo real de asumir una contienda electoral – con mínimas seguridades- sería el suicidio repetido de 2005. Evitarlo es el Plan A, y el B, y el C, y agotemos el abecedario en el intento.
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