Explicación para algunos que aún no entienden – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Está tan densa la atmósfera en Venezuela que se necesitaría un bisturí con punta de diamante o uno láser para intentar cortarla. Decir que la vida es normal, como le escuché hoy a un jerarca del régimen, es cuanto menos una muestra de supina estupidez, por no decir de inmoralidad.
Los hechos derrotan a los discursos cínicos. La realidad tiene la costumbre de imponerse y barre con cualquier atisbo de fantasías propagandísticas. De nada sirve ya la hegemonía comunicacional cuyo propósito fue el control y la lavada de cerebros. No hay mentira o promesa  que consiga colarse por los filtros protectores que la sociedad ha creado como natural defensa. El descrédito ha permeado en toda la estructura del régimen. La burocracia normal, esa que trabaja en los asuntos normales de gobierno, se resiente. Ayer, en la plaza de un pueblo, Paraguachí, capital del municipio Antolín del Campo, Edo. Nva. Esparta, un funcionario de la alcaldía me dijo «yo no soy culpable de nada».
Ya el país habla de culpas. Es etapa superada la de hablar de facultades y responsabilidades, de discernir quién tiene que hacer qué. Un régimen que colonizó todo espacio no puede esperar salir liso de semejante drama que vive el país. Y si en algún aspecto la situación es grave es en lo que atiene a la institucionalidad. Una sociedad necesita interlocutores. Válidos, imparciales, objetivos. En el esquema republicano, esa función la desarrollan ciertos poderes públicos: el organismo electoral, el sistema de Contraloría, la Defensoría del Pueblo, la estructura del Ministerio Público, el sistema judicial y la estructura militar. Cuando esos chequeos y balances faltan se produce anomia, que es una enfermedad gravísima del sistema.
La fagocitosis comenzó con la Asamblea Nacional Constituyente de 1999, hecha a la medida de las apetencias de Hugo Chávez Frías y que produjo una Constitución que consagró un sistema altamente presidencialista que otorgó poderes excesivos al jefe del Ejecutivo (una instancia por diseño parcializada), a costas de restarle poder a los interlocutores imparciales del estado y, por consecuencia, debilitando a la sociedad civil. En pocos años la colonización se hizo casi absoluta.  La ciudadanía del común no consigue hoy distinguir unos y otros poderes públicos. Para casi cualquier venezolano de a pie, todos los representantes del estado nacional son «gobierno». El gobierno, entonces, se comió al estado, a las instituciones y los poderes públicos se mimetizaron con el gobierno; la sociedad oclocratizada acabó siendo usada, abusada y aplastada. Pero el asunto no se quedó ahí. La revolución y su principal partido se masticaron al gobierno y por ende al estado fagocitado. Uno tiene que recordar a una Presidenta del TSJ en una patética alocución linchando en vivo y en directo el concepto de separación de poderes.
Estamos finalmente, al cabo de varios años, de muchos sufrimientos y habiendo pasado por una autopista de violaciones constitucionales, en presencia de una democracia dictatorial y tiránica. Eso, por supuesto, es una contradicción en sí misma. Un disparate descoyuntado y desopilante, producto de una experiencia narcótica, dirían algunos. Bueno, aun siendo así, es una realidad. Hoy lo que hay es una enorme concentración de poder en unos pocos que sojuzgan y esclavizan a la mayoría, mientras se saquea las arcas de la nación.  Unos poquísimos jerarcas militares y civiles controlan todo y a toda una sociedad, en particular a los más débiles y pobres, sin que esa sociedad encuentre maneras efectivas de hacerse respetar. Lo que hoy tenemos en Miraflores no es un gobierno; es una tribu de señores feudales que han domesticado a una ciudadanía convertida en siervos de la gleba, incluido derecho de existencia y alimentación. Que ese «zarismo criollo marca bolivariana» (para desgracia de Simón Bolívar) sea profundamente impopular no es de extrañar. Enrique VIII fue un rey muy impopular entre otras razones porque hacía lo que se le daba la gana, pisoteando a quien fuere necesario y con un pésimo manejo de la economía, lo cual hizo que la población pasase durante su reinado una larga ristra de sufrimientos y carencias. Isabel I, en cambio, una mujer que parecía tener todo en contra, tuvo una mano fuerte pero bien supo rodearse de inteligentes consejeros y fue extraordinariamente hábil en el manejo de la economía al punto que durante su reinado, a pesar de las guerras y conflictos, la población experimentó largos periodos de bonanza.
Ahora Maduro, que conoce bien de su impopularidad y de la incompetencia de su gobierno en el lidiar con los desafíos económicos, sociales y políticos de esta Venezuela post petrolera, da un salto hacia adelante, o hacia atrás. El «sistema» tal como está perfilado en la Constitución del 99 le servía a un gobierno con suficiente popularidad  y con alforjas plenas de dinero (el de Chávez), pero la camisa constitucional le aprieta a un régimen no querido y sin plata. Claro que en democracia un gobierno que pierde popularidad y que está condenado a salir por votos no se hace mayor problema. Porque no pasa nada. Deja el gobierno, se convierte en oposición y trabaja para ganar de nuevo el apoyo de los electores. Pero Maduro y su gente le tienen pavor a dejar de ser los que mandan. No sólo por la posible persecución judicial por los muchos delitos cometidos, sino porque no pueden imaginarse haciendo otra cosa o con una vida sin los obscenos privilegios y prebendas de las que hoy disfrutan en una Venezuela empobrecida. Tiene esto todo que ver  con poder, con el poder, el mayor afrodisiaco que conoce la especie humana. Hablamos del poder económico, social y político que se deriva del poder de «la silla». Para ellos, para ese cogollo de militares y civiles, el salir del gobierno es entonces un «ni a balazos», un dramático «vida o muerte». La revolución se tiene que oponer al cambio, porque sí, porque el cambio es su pérdida y su temida muerte.
Maduro no se ve a sí mismo como un Fidel Castro. Menos como un Erdogan.  Sabe que no es un mago de las emociones, sabe que está rayado internacionalmente incluso en las esferas de la izquierda progre, sabe que la gente de este país no sólo no lo quiere sino que está aburrida de sus simplezas, sus notorias incapacidades  y su absoluta incapacidad para la empatía. A Maduro mucho más inspirador le resulta el gordito norcoreano. Ese le encanta, aunque bien se cuide de no mencionarlo en sus chácharas.
No tengo idea de en qué parará este nuevo desbarajuste de la patochada constituyente. Es lo que en un juego de dominó se llama «cabra». Ó, para usar un símil  de fácil comprensión, esto un juego perverso, trucado, donde unos invitan a una competencia y esta consiste en lanzarse por un risco en un «bungee» que tiene podridas las ligas.
Lo que mal nace no puede salir bien. Mal convocada, con agenda oculta y objetivos reales pecaminosos, bajo esquemas violatorios de la Constitución y los principios democráticos, esa Constituyente (o Prostituyente o Destituyente o Destructituyente) planteada en esos términos no sería sino una convención de capos, no el verdadero y legítimo Poder Originario. Si fuere convocada de modo correcto, Maduro perdería y eso lo sabe bien. Y si la pierde, él y su cogollo quedarían en preaviso.
Coincido con Luis Vicente León en que esta constituyente mal parida, este Frankenstein anti democrático va a unir mucho más a la oposición; incluso puede llegar a sumar aliados nuevos, gente de las filas revolucionarias para quienes esta tramoya es un insulto, como si recordamos bien ya ocurrió cuando Chávez intentó reformar la Constitución. Pero igual ese nuevo sofocón cumplurá varios de esos objetivos fundamentales, cuales son correr la arruga, distraer la opinión nacional e internacional sobre la verdad de lo que padece Venezuela (problemas que no se solucionan vía nueva constitución) y criminalmente servir de coartada para que el CNE no convoque elecciones vencidas y a punto de vencerse.  Se trata, entonces, de trabar aún más el juego, no de ofrecer caminos para sacar al país del colapso. La Asamblea Nacional Constituyente es un escenario envenenado que metería a todo el país es un peligroso estado de mayor entropía.
Creo que hay que hacer uso de todas las fortalezas y la energía acumulada. No se puede abandonar la calle pero hay que transformarla no en un espacio compacto de rebelión (que podría ser aplastada con relativa facilidad por un régimen armado hasta los dientes) sino en un atormentante, diseminado y contagioso movimiento de rebeldía ciudadana. Los japoneses cuando quieren protestar contra el patrono no hacen huelga de brazos caídos u operación morrocoy. Todo lo contrario, trabajan más. Y así generan mucho más problemas en los sistemas de producción en las plantas. En una fábrica de automóviles en Japón, cuyo nombre me reservo para no entrar en desavenencias con marcas comerciales, los trabajadores hicieron una protesta de exceso. Durante 10 días produjeron el doble de los carros,  al cabo de esas jornadas la junta de directores tuvo que sentarse a negociar.
El liderazgo de los partidos y sobre todo de los funcionarios de oposición en cargos de elección popular es clave, no sólo para la conducción sino para la apropiada traducción a las masas – en lenguaje llano- de lo que está ocurriendo y va a ocurrir. La gente está muy confundida. El régimen enreda, adrede, aunque su tan cacareada hegemonía comunicacional resulte, en un mundo sofisticadamente en red, como una estrategia ineficiente y ramplona.
Hay  que entender que habremos de lidiar con el esperpento constituyente en paralelo con todos los demás asuntos de la crisis. Y con el pertinaz ataque -retorcido y macabro- de fuerzas militares, policiales y paramilitares a la población civil que protesta por el estado de las cosas y por las innegables violaciones a los derechos humanos de un régimen impresentable. Esto no es un régimen autoritario. También superó la categoría de dictadura. Es ahora una abierta tiranía, con las manos manchadas de sangre. Sentado en la silla del palacio de Miraflores está sentado un tirano y en los cuarteles unos altos mandos militares comprometidos – que no sólo involucrados- dan estructura y ejecutoria a ese ataque artero a la población y a la Constitución. Los presos políticos aumentan. Políticos, estudiantes, académicos y otros son perseguidos, cazados y penalizados por un sistema judicial que obvia las normas del estado de derecho. Y  todo ello ocurre mientras el Defensor del Pueblo hace «shopping» de lujo en Beirut.
Entretanto, el colapso económico se agrava y condena a cada vez más amplios y variados contingentes poblacionales a ya espeluznantes niveles de pobreza y miseria. Aunque el régimen no libere información económica básica, la inflación galopante, la escasez de los más elementales productos y servicios y un desabastecimiento que ya ni el «bachaqueo» puede aliviar están a la vista y palpe. Y es ahí, también, donde la anomia hace estragos. La población es la principal víctima del desastre y no hay institución que la defienda. Las alcaldías y gobernaciones quebradas no pueden ofrecer socorro y la Asamblea Nacional, único poder público nacional elegido por voto popular, directo y secreto no cooptado por el régimen, ha sido atada de pies y manos por sucesivas sentencias inconstitucionales dictadas por el TSJ,  varios de cuyos miembros fueron designados violentando abiertamente los procedimientos de ley. Hay que destacar que la Fiscal General de la República, a raíz de las sentencias 155 y 156 del TSJ, claramente violatorias, se deslindó y le «sacó la alfombra al régimen», argumentando la ruptura del hilo constitucional. Ese deslinde es un acto de enorme relevancia en medio de la crisis, pues la Fiscal es un funcionario de altísimo nivel que tiene a su cargo nada menos que el Ministerio Público.
Es Venezuela un país severamente afectado por un estado tiránico. Eso no es un giro del lenguaje. Ese estado tan contrario a lo que marca la Constitución, aprobada por Referendum Popular en 1999 y refrendada en 2097, ha hecho que el país colapse no sólo en lo que a lo político se refiere. Tiene graves problemas económicos (todos alertados). Su población sufre carencias que ya sobrepasan la coyuntura. Su infraestructura industrial está prácticamente destruida. El estado importa un altísimo porcentaje de los alimentos y medicamentos que consume. Lo hace con los cada vez más exiguos dólares que recibe por la venta de petróleo. La deuda externa deglute no sólo los haberes en reservas financieras sino que compromete los pocos bienes que Venezuela conserva en el exterior. El gobierno quiere ir más allá y conceder activos en el territorio como prenda y portafolio accionario a empresas no venezolanas y hasta estatales de otras naciones para la obtención de nuevos préstamos para, oh incoherencia, pagar antiguos préstamos. Es decir, más deuda improductiva. Y no existe control alguno de lo que se hace en el Banco Central de Venezuela, convertido en búnker donde se cocinan delitos económicos y financieros.
Todo hace pensar que la protesta en las calles continuará. Es una lucha desigual. En todo sentido. Protestan muchos. Fundamentalmente desarmados. Se enfrentan a contingentes estructurados y armados de policías y guardias nacionales. Y son también atacados con vileza por los «colectivos», protoplasmas viscosos paramilitares que disponen de armas de guerra y que son subvencionados por el régimen. A los manifestantes la paciencia se les acabará mucho antes que el brío, la rabia y la decisión de no dejarse pisotear. Hay que alertar que todavía el régimen no ha hecho uso de las fuerzas duras militares, a saber, el Ejército, que cuenta con armas mucho más fuertes y tiene una estructura mucho más orientada a la guerra.
Al régimen, como bien apuntara el joven universitario de la cónclave estudiantil, le quedan «10 cuadras». Es una excelente metáfora para describir la situación. Toda esta historia recuerda lo vivido años ha en Rumanía. Y bien sabemos cómo acabó aquello.
Uno se pregunta qué hubieran hecho Gandhi o Mandela. Cuáles hubieran sido sus tácticas y estrategias, dados los instrumentos actuales. Seguramente serían muy sofisticados, más de lo que fueron en su momento.
Rendirse no es ya una opción que siquiera pueda evaluarse. Porque cualquier capitulación significaría el entierro de la democracia en Venezuela y la implantación de un modelo político tiránico sin cortapisas, con todo el horror y daño nacional y continental que ello conllevaría.
Todo esto, dirían los mejores expertos del mundo en materia de conflictos, se pondrá mucho más feo antes de llegar a una solución política.
@solmorillob

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